LA EDUCACION AMBIENTAL FORMAL Y NO FORMAL-MARIA NOVO
Organización
de Estados
Iberoamericanos
Para la Educación,
la Ciencia
y la Cultura
Revista Iberoamericana de Educación
Número 11 - Educación Ambiental: Teoría y Práctica
La Educación Ambiental formal y no formal: dos sistemas complementarios
María Novo (*)
(*) María Novo es titular de la Cátedra Unesco de Educación Ambiental de la Universidad Nacional de Educación a Distancia de España y directora del máster en Educación Ambiental de dicha Universidad. Ha dictado cursos y conferencias en numerosas universidades y foros nacionales y extranjeros durante las últimas décadas y es autora de diversos libros y artículos sobre el tema, los últimos de ellos los titulados “Bases para una estrategia española de Educación Ambiental” (ICONA, 1993) y “La Educación Ambiental: bases éticas, conceptuales y metodológicas” (Univérsitas, 1995).
El objetivo de este trabajo es relacionar la Educación Ambiental que se desarrolla en ámbitos escolares (Educación formal) con aquella otra que vienen realizando las organizaciones no gubernamentales, grupos ecologistas, ayuntamientos y comunidades autónomas (Educación no formal), por considerar que ambas forman parte de un mismo sistema de pensamiento y acción, en el que los avances de una influyen y realimentan los avances de la otra.
Nuestro estudio se inicia con una secuencia de los acontecimientos que marcan la evolución de la Educación Ambiental en las últimas décadas, de modo que podamos comprender los principios inspiradores de esta corriente educativa. Seguidamente pasamos a delimitar los que, a nuestro juicio, pueden ser considerados como “ejes vertebradores” de la Educación Ambiental, tomando en cuenta las interrelaciones que, en torno a tales ejes, se producen entre la acción educativa ambiental desarrollada en el ámbito formal y el no formal.
Todo ello nos conduce a planteamientos prospectivos que nos permiten vislumbrar cuál puede ser el papel de las organizaciones de Educación Ambiental como coadyuvantes del necesario cambio que han de experimentar nuestras sociedades hacia modelos ecológica y éticamente sostenibles.
1. Introducción
Aproximarse a un planteamiento que integre y relacione la Educación Ambiental desarrollada en ámbitos escolares (Educación formal) con aquella otra que vienen desarrollando las organizaciones no gubernamentales, grupos ecologistas, ayuntamientos y comunidades autónomas, etc., creemos que requiere, como premisa previa, un estudio evolutivo que dé cuenta de las raíces de este movimiento educativo y de su progresiva configuración como vía formativa de primer orden, atenta a un problema gravemente preocupante como es el deterioro de nuestro medio ambiente.
Nos proponemos, por tanto, introducir este estudio con una breve secuencia de los acontecimientos que marcan la evolución de la Educación Ambiental, desde sus inicios como movimiento institucional, hacia el año 1968, hasta el momento presente. Creemos que ello nos permitirá comprender mejor el modo en que se han ido consolidando los principios inspiradores de esta corriente educativa, para que así podamos situarnos con mayor claridad en un contexto científico cuyos debates teóricos y realizaciones prácticas ocupan los últimos treinta años de nuestra historia.
Seguidamente nos centraremos ya en delimitar los que, a nuestro juicio, pueden ser considerados como «ejes vertebradores» de la Educación Ambiental, tanto si ésta se desarrolla en el ámbito formal como si alcanza al no formal. El hecho de que todas y cada una de estas consideraciones sean aplicables a ambos espacios formativos da cuenta de las interrelaciones que mantienen inextricablemente unidas unas y otras experiencias. En efecto, hoy no puede hablarse ya de una Educación Ambiental escolar que no se apoye en recursos organizados ad hoc por los ayuntamientos, las comunidades autónomas, etc., y que no se vea beneficiada por la inmensa e interesante labor que están llevando a cabo las granjas-escuela, los centros de Educación Ambiental, organizaciones no gubernamentales, etc.
Finalmente, querríamos dedicar una parte de nuestro trabajo a desarrollar un planteamiento prospectivo que nos permita otear el futuro, considerando cuál está siendo y, sobre todo, cuál puede ser el papel de las organizaciones de Educación Ambiental no formal en una sociedad en cambio como la que vivimos.
2. Evolución de la Educación Ambiental en las últimas décadas
Resultaría difícil señalar una fecha que fije la aparición del movimiento que denominamos Educación Ambiental (en adelante E.A.). La fundación del Council for Environmental Education (Consejo de Educación Ambiental) en la Universidad de Reading, Inglaterra (año 1968), suele ser el punto de referencia. Este organismo, de carácter planificador y coordinador, pretendía aglutinar e impulsar el naciente trabajo que, sobre el medio ambiente, estaban desarrollando algunas escuelas y centros educativos del Reino Unido.
Es evidente la orientación conservacionista del movimiento en este momento inicial. No podía ser de otro modo, dada la antigua y amplia tradición conservacionista de los países anglosajones.
Una característica del movimiento de E.A. en sus orígenes, común en otros países, es el hecho de que se inicia desde las bases educativas. Son los maestros quienes realizan los primeros ensayos de E.A., muchas veces en el seno de trabajos de campo en asignaturas de Ciencias Naturales, actividades de conocimiento del medio, de cuidado y conservación de la naturaleza, de estudios del entorno, etc.
Paralelamente, las ideas que luego compondrán el modelo que ahora conocemos se iban desarrollando también en el ámbito no formal, principalmente en el seno de los grupos ecologistas, que en aquellos momentos eran escasos, pero muy activos.
En cuanto a la siguiente década, 1960-70, podríamos definirla como la del arraigo del movimiento en determinados grupos más avanzados y concienciados. La tarea más urgente que se nos presentaba a quienes trabajábamos en este ámbito era la de progresar conceptualmente en un campo que se estaba configurando al mismo tiempo que íbamos caminando.
Una «conquista» que ahora puede parecernos lejana pero que requirió de largos debates y procesos, consistió en ampliar el concepto de medio ambiente, que hasta ese momento estaba asociado casi exclusivamente al medio natural, extendiéndolo a lo que eran no sólo los aspectos naturales sino también los aspectos sociales. Costó trabajo que se entendiera que medio ambiente no era solo un ecosistema natural (una charca, un bosque), sino que la ciudad, los sistemas económicos, etc., también eran sistemas ambientales de enorme incidencia en los impactos globales.
En segundo lugar, y ya en el campo educativo formal, fue necesario superar esa tendencia de la tradición educativa a compartimentar los aprendizajes, a asignarlos (de ahí el término «asignatura») en bloques estancos, reflejo más o menos riguroso de las respectivas ciencias que se pretende enseñar. En esta línea, la tarea consistió en convencer, también desde las bases, a las autoridades educativas, de quela E.A. tenía que ser una dimensión que impregnara todo el curriculo; de que no queríamos una nueva asignatura para el curriculo escolar.
En tercer lugar, hay que destacar que en la década de los setenta se comenzaron a dar los primeros pasos interdisciplinarios, las primeras experiencias en las que el medio ambiente era considerado como un centro de interés y en las que intervenían profesores de distintas materias. Estos trabajos fueron el cimiento de toda la comprensión de un nuevo método de acercamiento a la realidad, que posteriormente desarrollaríamos en esta línea.
Como cuarta aportación, cabe recordar este período como una década especialmente difícil para afianzar algo que hoy está bastante asumido, afortunadamente, y es que la E.A. si es algo es antes que nada un movimiento ético. Este planteamiento fue difícil de consolidar en un movimiento nacido de la tradición conservacionista, pero creemos que tuvo la virtualidad de permitir que se fuese avanzando más allá del simple conservacionismo, sin necesidad de abandonarlo.
En el plano de la E.A. no formal, esta década coincide con el despegue de los grupos ecologistas, y comienzan a aparecer en los países anglosajones algunas experiencias pioneras en dotar a estos colectivos de una cierta dimensión educativa, a través de manifiestos, conferencias, etc., al tiempo que se van sensibilizando algunas instituciones extraescolares de tipo local para crear estructuras de apoyo a la escuela en su acción a favor del medio ambiente.
Naturalmente esta evolución que vamos reseñando no se presenta de un modo uniforme, ni en lo que se refiere a los países ni a los grupos dentro de cada país. Pero puede afirmarse que unos y otros van consiguiendo notables avances, con vistas a lo que será el período que se avecina.
Y con ello entramos en la siguiente década. Podemos considerar el decenio 1980-90 como el del salto de la conciencia sobre la problemática ambiental desde los grupos minoritarios a la ciudadanía en general; el del desarrollo de las ONGs. y de los grupos ecologistas; el del afianzamiento de experiencias de E.A. en el ámbito no formal (granjas-escuela, aulas de la naturaleza, etc.).
Se trata de una década en la que la crisis ecológica se acentúa y los problemas demográficos se unen a los fuertes desequilibrios Norte-Sur. Es el momento en que empieza a divulgarse más allá del mundo científico todo el problema de la capa de ozono, de los cambios climáticos, etc. El avance más importante quizá sea que ahora se generaliza al fin la comprensión de que la problemática ambiental es un fenómeno global y comienza a percibirse esta idea de globalidad que lleva aparejada la idea de relación, la idea de interrelaciones entre los problemas y entre los fenómenos ambientales.
Tal percepción de la problemática, que se desarrolla íntimamente ligada a una autopercepción que considera a los hombres y mujeres de nuestro tiempo como «ciudadanos de la aldea global», toma cuerpo al tiempo que se hace evidente la comprensión de que los problemas ambientales no son una suma de problemas aislados sino el resultado de fenómenos sinérgicos, de la interacción entre todos esos problemas, como una verdadera «emergencia» del sistema.
Por iniciativa de Naciones Unidas y al objeto de estudiar de modo interrelacionado los problemas ambientales de nuestro planeta, en el año 1983 comienza sus trabajos la Comisión Brundtland, que invierte varios años en recorrer distintas áreas del planeta, entrevistando a expertos, campesinos, habitantes de las ciudades, gobernantes, etc. Una de las conclusiones de su Informe, emitido en el año 1987 bajo el título de «Nuestro futuro común», es que resulta imprescindible vincular los problemas ambientales con la economía internacional y sobre todo con los modelos de desarrollo. Ello viene a consolidar una opinión que manteníamos muchos profesionales ambientalistas desde hacía años: que los problemas del entorno no había que verlos sólo por referencia a sus consecuencias, sino que era necesario preguntarse por las causas (dónde se originaban) y que siempre, cuando íbamos a los orígenes, nos encontrábamos con los modelos económicos, con los modelos de desarrollo utilizados.
Probablemente, una de las mayores aportaciones de la Comisión sea su propuesta del desarrollo sostenible: un modelo económico que recoge también toda la trayectoria anterior (se había trabajado mucho sobre la idea del ecodesarrollo). Se entiende, desde la Comisión Brundtland, que el desarrollo sostenible es aquel que satisface las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer la satisfacción de las necesidades de las generaciones futuras. Ello supone tomar en cuenta el equilibrio social y ecológico como garantía de un planeta que se desenvuelve, sin poner en peligro la idea de una humanidad en armonía entre sí y con la naturaleza.
A partir de ese momento se empieza a trabajar con más énfasis en todos los temas de desarrollo sostenible vinculados con la E.A., y hay que destacar que, en este concepto y en este momento están ya reconocidasdos ideas fundamentales, básicas para interpretar la problemática ambiental y actuar en consecuencia, incluso en lo que afecta al ámbito educativo.
La primera es la idea de necesidades. La teoría del desarrollo sostenible habla de satisfacer necesidades, pero es preciso preguntarse: ¿qué necesidades? ¿la necesidad de aire acondicionado del mundo desarrollado o las necesidades de alimentación de un individuo del África subsahariana?... El Informe Brundtland habla de que en particular hay que satisfacer las necesidades esenciales de los más pobres, es decir, hay que otorgar una cierta prioridad a aquellos que todavía no tienen cubiertos los niveles básicos de calidad de vida.
La segunda es la idea de límites. En el Informe también se afirma que no se pueden satisfacer todas las supuestas «necesidades» que cualquier comunidad plantee, porque existen unas limitaciones, fundamentalmente impuestas por la capacidad de carga de los ecosistemas. En la práctica, esa capacidad de carga está muy modificada por la tecnología, por la organización social, etc. Pero, en definitiva, la biosfera en su conjunto tiene una capacidad de carga para soportar una población que requiere agua, suelo, alimentos, etc., y que produce contaminación, desechos. Ello plantea unos límites, tanto en la utilización de los recursos no renovables como en la velocidad de uso de los renovables. Por tanto, estas dos ideas, necesidades y límites, empiezan ya a jugar un papel importante en la interpretación de la problemática ambiental desde el ámbito educativo.
Concluyendo esa década, ilustrados por el Informe Brundtland, hemos aprendido que tenemos que desarrollar la E.A. con el contexto Norte-Sur como marco; que, aunque trabajemos en entornos locales, tenemos que aprender a pensar globalmente desde la idea de la biosfera. Ese es el gran aprendizaje de la década de los ochenta. Tenemos que actuar donde estamos, tenemos que comprometernos con nuestros entornos locales, pero tenemos que aprender a pensar globalmente, a pensar en términos de relaciones de todos con todo lo existente.
Hemos visto así establecerse los vínculos entre la E.A. y el desarrollo sostenible. Ésta es la línea de gran parte de los trabajos que se realizan en ese momento. La pregunta que surge inmediatamente es la siguiente: ¿qué significa introducir elementos de desarrollo sostenible en la tarea educativa? ¿cómo aplicar esos principios a nuestro trabajo, sea en el campo formal o en el no formal? Entonces se empieza a comprender que una de las vías, no la única, viene dada por el favorecimiento de la descentralización en la toma de decisiones, en la gestión de los recursos, etc. Descentralización que va también vinculada a la autonomía de las pequeñas comunidades (autosuficiencia alimentaria, energética, etc.).
En el año 1987 tiene lugar un hito importante dentro de esta década: el Congreso de Moscú. En él la Unesco reúne a expertos de todo el mundo para el desarrollo de una Estrategia de E.A. para la década de los noventa. Nuestro trabajo, a lo largo de más de 10 días, estuvo encaminado a definir las líneas directrices de la E.A. para el fin de siglo. Y hay que resaltar que uno de los aspectos en los que estuvimos de acuerdo fue en que no es posible definir las finalidades de la E.A. sin tener en cuenta las realidades económicas, sociales y ecológicas de cada sociedad y los objetivos que ésta se haya fijado para su desarrollo. Como vemos, la vinculación entre la E.A. y los modelos de desarrollo se hace cada vez más evidente.
En las conclusiones del Congreso se propone a los países miembros que vayan desarrollando sus propias estrategias y que la E.A. alcance a todos los colectivos sociales. Definitivamente en Moscú se ve claro que la escuela y lo que está fuera de la escuela tienen que fundirse para hacer E.A.. Que es muy importante que la E.A. formal, la no formal y la informal constituyan un sistema y, como elementos del mismo, se realimenten y se apoyen.
Entramos así en la década de los noventa, con una nueva concepción del desarrollo: el desarrollo sostenible, que va acompañada por un mayor protagonismo de la mujer, por un fortalecimiento de la sociedad civil, y una fusión entre los ideales de los grupos ecologistas y los de las ONGs. que trabajan en cooperación para el desarrollo, actuando el medio ambiente como elemento aglutinador.
Esta década que nos ha tocado vivir, bastante difícil, parece haber asistido a la profundización de la crisis ambiental, porque a los problemas de deforestación, de cambio climático, de agotamiento de recursos, de contaminación creciente, etc., se unen hambrunas enormes, se añade una deuda externa que está atenazando a los países del Tercer Mundo, aumentan muchísimo las migraciones (internacionales unas veces, otras veces migraciones del campo a la ciudad, siempre por parte de los desheredados del planeta), y la explosión demográfica continúa.
Al mismo tiempo, se acentúan los desequilibrios no solamente entre ese Norte y ese Sur geográficos que pueden representar países ricos y países en vías de desarrollo, sino en el seno de las propias comunidades ricas. Europa, por ejemplo, en estos momentos, tiene cincuenta millones de pobres. Cincuenta millones de personas que constituyen ese Cuarto Mundo, o si lo queremos entender de otra manera, ese Tercer Mundo que está inscrito dentro del Primer Mundo.
En este momento, reconocer que estamos en una crisis no debe asustarnos. Lo importante, sin duda, es comprenderla, para intentar salir de ella superándola. Y a esa comprensión creemos que puede ayudar una idea de Atalli: «la crisis es la larga y difícil reescritura que separa dos formas provisionales del mundo». Probablemente estamos en ese momento. Tenemos una forma provisional del mundo que no nos sirve, y necesitamos trabajar y ayudar a transformarla en otra, que también será provisional, pero que tendrá que plantear o dar respuesta a algunos de los retos que en este momento nos preocupan.
Junto a este planteamiento de una E.A. muy comprometida con el desarrollo sostenible y orientada a la búsqueda de las interdependencias Norte-Sur, en cualquier contexto, en esta década se va evidenciando que hay algunos grupos de personas que necesitan una atención prioritaria de la E.A. Estos grupos serían:
Los profesionales que toman decisiones sobre los recursos, los gestores, que pueden ser considerados «personas-clave» a quienes dirigir nuestros programas.
Otro grupo importante que necesita atención desde la E.A. son los adultos en general, personas que todos los días adoptan pequeñas decisiones a la hora de comer, vestirse, comprar, etc., decisiones que unidas conforman grandes impactos. Y hay que resaltar que el papel de la población adulta es muy importante no sólo porque decide, sino también porque puede controlar decisiones. Nos referimos a la capacidad de control democrático de los adultos en las sociedades occidentales e iberoamericanas, donde pueden exigir a los políticos determinadas actuaciones que favorezcan el desarrollo armónico del medio ambiente.
Y un tercer grupo, importantísimo también, es el de los formadores. Hay que crear muchos programas de E.A. para profesores y para educadores no formales (animadores socio-culturales, educadores de adultos, miembros de ONG´s), porque cada vez que formamos a una de estas personas estamos desarrollando un efecto multiplicador de enorme importancia y consistencia.
Por otra parte, no hay que perder de vista el perfil de las familias, donde se fijan pautas de consumo y utilización de los recursos. Así conviene resaltar que, en los programas de E.A. en que se ha trabajado con las familias al mismo tiempo que con los niños y jóvenes, se ha visto cómo hay un reforzamiento mutuo de los mensajes educativos externos y los de la familia, muy beneficioso para imprimir coherencia a los programas.
Finalmente, ha llegado el momento de hacer una amplia referencia a la Conferencia Mundial de Río en 1992. En efecto, en esos momentos en Río tiene lugar una reunión de Jefes de Estado de todo el planeta en la que se plantea por primera vez, a escala internacional, una política ambiental integrada y de desarrollo. Y una política que pretende tomar en cuenta no sólo a las generaciones presentes sino también a las futuras. Ese era, por lo menos el objetivo explícito de este encuentro, denominado Cumbre para la Tierra.
Los resultados más visibles de esa reunión de Jefes de Estado se concretan en la Declaración de Río, que tiene 27 principios interrelacionados, donde se establecen algunos criterios para el desarrollo sostenible y se fijan responsabilidades individuales y colectivas. Pero la Declaración de Río no es vinculante; es un documento de recomendaciones. Junto a ella, se firmaron también dos convenios que sí son vinculantes: el Convenio de Biodiversidad y el de Cambio Climático. A partir de ahí se estableció lo que se llama Agenda 21, un largo programa donde se concretan ya los compromisos derivados de la Cumbre.
Es importante decir que en Río 92 no sólo tuvo lugar esa reunión de los Jefes de Estado y de Gobierno. Río celebró al mismo tiempo el Foro Global, en el que la sociedad civil estuvo representada por más de 15.000 personas de diferentes movimientos de todo el mundo, para reflexionar sobre los temas que se estaban trabajando en la Cumbre de Jefes de Estado y sobre otras cuestiones (como, por ejemplo la nuclear), que prácticamente habían quedado olvidadas en las instancias oficiales.
Todos los encuentros de Río, de uno y otro lado, estuvieron presididos por una frase de Albert Einstein, con la que se quería de alguna manera iluminar nuestro trabajo. Decía así: “que la imaginación, en momentos de crisis, pueda ser más importante que el conocimiento». Indudablemente con esta reflexión se estaba reconociendo uno de los grandes problemas de nuestro presente: que tenemos mucho conocimiento acumulado pero nos faltan, nos han faltado, los criterios, la creatividad, las opciones que nos orienten correctamente sobre la forma de utilizar ese conocimiento.
Se trataba de ver, de usar la imaginación precisamente, de utilizar todo nuestro campo de posibilidades creativas para vislumbrar alternativas, soluciones inéditas para los problemas ambientales existentes. En el Foro Global, lógicamente porque teníamos más libertad, se usó muchísimo la imaginación. Por eso los tratados que allí se firmaron tienen un gran valor prospectivo como orientadores de un futuro que quisiera manifestarse bastante diferente, en términos ambientales, a nuestro presente.
Y, en ese Foro Global, una de las grandes reuniones que se celebraron fue precisamente sobre E.A. Tuvimos la suerte de vivir la experiencia, de compartir todas estas reflexiones con muchas personas venidas de África, de Asia, de comunidades rurales de América Latina, etc. Todas ellas con graves problemas ambientales muy distintos a los de la Europa desarrollada. Eso le dio una gran riqueza a la reunión, porque realmente los enfoques no eran simplemente teóricos; se trataba de plantear y de llevar adelante desde la E.A. problemas que se estaban viviendo en esos países, que eran realidades muy graves, casi siempre vinculadas a la pobreza, la dependencia tecnológica y económica, la pérdida de autosuficiencia, etc.
Se firmaron en este Foro Global 32 tratados. Entre ellos el «Tratado de Educación Ambiental para sociedades sustentables y responsabilidad global». En el título ya se reflejan algunos de los aspectos a que antes nos referíamos, sobre la necesidad de incorporar a nuestro trabajo la perspectiva del desarrollo sostenible. El Tratado realmente muestra el compromiso de la sociedad civil con el cambio. Al mismo tiempo y de forma paralela, plantea la exigencia de que los gobiernos cambien, que es algo que se estaba reclamando desde el Foro Global. Es un Tratado hecho desde las bases; no está redactado por los políticos; está hecho por los ciudadanos que están sufriendo los problemas ambientales, con una gran representación de los países en vías de desarrollo.
Al lado de aspectos ecológicos, como es la defensa de la biodiversidad, o el énfasis por resaltar los fenómenos de interdependencia que se dan en los procesos naturales, se resaltan en el Tratado aspectos éticos y sociales muy importantes. Por ejemplo, se dice textualmente: «es inherente a la crisis la no participación de la casi totalidad de los individuos en la construcción de su futuro». Ahí se está planteando el gran problema de los millones y millones de seres humanos que realmente no tienen capacidad para tomar decisiones respecto del uso y la propiedad de los recursos.
Se habla también de la necesidad de desarrollar una conciencia ética sobre todas las formas de vida con las cuales compartimos el planeta. Nótese que se dice de «todas las formas de vida», no sólo la vida humana, y se utiliza la expresión «compartir». No se habla de dominar el planeta.
Por otra parte, en el Tratado se hace patente que el desarrollo sostenible plantea una necesaria transformación de la economía y de la sociedad; no es un correctivo al sistema. Un verdadero modelo económico-social que quiera responder a ese nombre supone cambios profundos en el acceso a los recursos, cambios en la distribución de costos y beneficios, igualdad dentro de cada generación, no sólo solidaridad con las generaciones futuras; supone solidaridad con esta generación, y requiere que sean satisfechas las necesidades básicas de todos, no únicamente las de los 1.200 millones de personas que vivimos en el mundo industrializado.
Al irse afianzando esta idea del desarrollo sostenible y al discutirse en el Foro, lo que sí todos teníamos claro era que ha quedado demostrado que el crecimiento económico no es suficiente por sí mismo para conseguir el desarrollo, y que altos niveles de productividad pueden coexistir con la pobreza de muchos sectores de población; incluso a veces la escasez generalizada es la precondición para que se den esos altos niveles de productividad (como en muchas áreas del continente asiático) con los que se pone en peligro el medio ambiente.
En el Tratado se apuesta, asimismo, por una E.A. profundamente comprometida con el cambio, afirmándose que «la E.A. es un acto político basado en valores para la transformación social». ¿Qué se quiere significar cuando se está sosteniendo que la E.A. es «un acto político»? Pues lo que se estaba debatiendo allí, y lo que se estaba queriendo decir es que ya no podemos seguir trabajando simplemente para dar información, simplemente para crear opiniones; no basta crear opiniones, hay que trabajar para la toma de decisiones. Esa es la dimensión política de la E.A., que se esté haciendo con un pequeño colectivo, en un barrio, en un pueblo, en una universidad... Hay que trabajar para que la gente tenga más información y más opiniones sobre la capa de ozono, o para que sepa más cosas acerca del peligro de la deforestación o la lluvia ácida. Ésta es una fase de nuestro quehacer que resulta necesaria pero no suficiente. Hay que trabajar para que las personas tomen decisiones, desde la Educación infantil hasta la Educación universitaria; esa es la dimensión política de la E.A. y, en ese sentido, la E.A. es un acto político.
La conclusión es que en estos 30 años hemos recorrido un largo camino. Todos tenemos conciencia de ello. Ese recorrido va, como decíamos antes, desde el simple conservacionismo hasta una E.A. como la que tenemos hoy, como la que sale de Río, metida en el corazón de los problemas del desarrollo sostenible.
Así, la pregunta que nos hacíamos hace años, la pregunta de ¿qué hacer con los recursos? ha dado paso a un nuevo interrogante: ¿qué hacer con los modelos sociales y económicos? Ya no estamos solo preocupados por los recursos, hemos aprendido a preocuparnos por los modelos donde se decide el uso de los recursos.
Se ha pasado también de seguir unas orientaciones oficiales, las de las instituciones (Unesco, Consejo de Europa, etc.), a obtener algo que hasta ahora no habíamos conseguido, que es un consenso global de los grupos de base, de la sociedad civil, como el que se dio en Río, y un documento redactado desde el lenguaje de los países en vías de desarrollo.
Queremos superar los planteamientos todavía en cierto modo etnocéntricos que teníamos al principio, cuando decíamos: «salvemos al Tercer Mundo». Se ha dado un paso muy importante porque ahora, cuando tantas comunidades humanas han asumido el desarrollo sostenible como desarrollo endógeno, lo que nos dicen es «no queremos que nos salven; déjennos elegir nuestro modo de avanzar eligiendo nuestro propio modelo».
Se ha pasado también del concepto de ciudadano como consumidor al concepto de ciudadano como partícipe; ese me parece que es un salto importantísimo. Y hemos evolucionado desde unos momentos históricos en los que se hablaba de «orientar» la economía a una realidad en la que se habla claramente de transformar la economía.
Del mismo modo, en los planteamientos actuales de la E.A. se cuestiona el modelo cultural del occidente industrializado y se plantea el respeto a todas las culturas, la interacción cultural.
Y se ha replanteado también una cuestión que es muy típica de Europa, Norteamérica y Japón, que es la preocupación por la eficiencia en el uso de los recursos (mayor eficiencia energética, mayor eficiencia en el uso del agua, etc.). Desde luego, el interés por la eficiencia no debe decaer, porque muchos problemas se atenúan con sistemas de gestión eficientes, pero hay que saber que no todos los problemas ambientales se resuelven desde la perspectiva de la eficiencia. Afortunadamente, hoy se ha ampliado esta preocupación por la eficiencia con una atención importante al problema del reparto de los recursos, reconociéndose que la crisis no deriva sólo de una escasa eficiencia, sino que es fundamentalmente una consecuencia de que el acceso, la gestión y uso de los recursos están mal repartidos.
Se ha pasado también de una EA centrada exclusivamente en el mundo escolar a una E.A. que enfatiza la formación de los adultos, de los profesores, de los gestores. Una Educación hecha dentro, pero también fuera de las instituciones formativas tradicionales. En este contexto, el papel de las ONG´s, los colectivos de E.A., grupos ecologistas, etc., aparece dotado de un gran dinamismo y de unas enormes posibilidades.
Finalmente, creemos que el logro más importante de estos 30 años consiste en que por fin hemos llegado a una E.A. que ya no está «atenta a la pobreza», sino que es una E.A. formulada «desde» los esquemas de quienes valoran la pobreza como el primer gran problema ambiental. En efecto, si algo puede decirse del Tratado de Educación Ambiental que redactamos y firmamos en Río, es que es un documento que está escrito desde la perspectiva del subdesarrollo; son los países subdesarrollados los que en ese documento toman la palabra. Ese es un hecho que no se había producido nunca con tal magnitud en la historia del movimiento de E.A..
Para terminar, cabe decir que en este momento, con 30 años de historia (una historia corta pero intensa), nos encontramos con la E.A. como un reto y como una posibilidad; el reto que tenemos todos, cada uno en su nivel, es avanzar sin miedo en una dirección auténticamente transformadora, de la cual no debemos excluir nuestra propia transformación, nuestro cambio en el modo de hacer, nuestra apertura a nuevos modos de ser coherentes con los objetivos que perseguimos. Y ahí la tensión que experimentamos para intentar transformar el mundo, incluye de manera ineludible nuestra propia tensión interior, aquella que se orienta a transformarnos a nosotros mismos.
Hay una posibilidad asociada a ese reto: la gran posibilidad de la E.A. en este momento es, precisamente, contribuir al cambio, contribuir a esa reescritura, que también va a ser provisional, de la historia. Nos estamos asomando al tercer milenio y, desde luego, vamos a tener que reinventar muchos de los actuales modos de comportamiento individual y colectivo. Ojalá nuestro movimiento sea un importante catalizador que contribuya a ello.
3. Ejes que vertebran la Educación Ambiental no formal 3. Ejes que vertebran la Educación Ambiental no formal
3.1. Diagnóstico de la situación
Por lo que se refiere a la definición de la crisis ambiental contemporánea y sus características, podemos encontrar en el movimiento de E.A. algunos planteamientos básicos que permiten interpretar esta problemática en toda su profundidad y complejidad. Ellos pueden funcionar, a nuestro juicio, como ejes orientadores para el diagnóstico de la situación que han de abordar los colectivos de E.A. no formal. Son los siguientes:
La idea de responsabilidad global. Hoy se comprende claramente que lo que sucede en cualquier parte del planeta repercute en el resto, y que, por tanto, las acciones y las necesidades de personas o grupos en un área específica han de ser contempladas dentro del panorama de conjunto, desde una óptica de responsabilidad colectiva en la que nada ni nadie puede quedar ajena a los problemas.
Diferenciación entre crecimiento y desarrollo, considerando que el primero, orientado simplemente por indicadores cuantitativos (P.N.B., renta per cápita, etc.), no puede dar cuenta de la complejidad que supone el verdadero desarrollo, para el cual se requieren, además, indicadores cualitativos que expresen la felicidad de las gentes, su protagonismo social, su calidad de vida en términos ambientales, etc.
La búsqueda de sociedades socialmente justas y ecológicamente equilibradas. Estos dos principios, que están en la base del desarrollo sostenible, son pilares básicos de una E.A. atenta a los problemas del medio social, en sus relaciones con el medio natural.
Crítica al modelo de civilización dominante, basado en la superproducción y superconsumo para unos pocos y la escasez para la mayoría. Desde esta perspectiva, la E.A. representa la potenciación de los elementos críticos y constructivos que deben estar presentes en toda acción educativa. Se trata de ayudar a niños y jóvenes a comprender que el modelo de civilización en que estamos inscritos requiere de cambios profundos, orientados por nuevas políticas de moderación en el Norte para que los países del Sur puedan cubrir sus necesidades básicas. En definitiva, una verdadera transformación cualitativa de las prioridades que orientan las políticas de mercado y los intercambios internacionales.
Valoración del protagonismo de las comunidades en la definición de su propio modelo de desarrollo, reconociendo que el desarrollo sostenible es «endógeno», es decir, autocentrado en los propios grupos humanos que se desarrollan, y que son éstos los que han de intervenir con mayor protagonismo en el planteamiento de sus necesidades, la definición de sus objetivos, y el establecimiento de controles culturales que permitan conciliar los programas de desarrollo con la idiosincrasia de cada comunidad.
3.2. Consideraciones generales
Ante el diagnóstico planteado, la E.A. se nos aparece como un movimiento que, dotado de potentes criterios inspiradores y abocado a una práctica coherente con ellos, se mueve en torno a algunos principios básicos:
La idea de equidad, que viene a ser diferente de la de simple «justicia», matizándola y complejizándola. La equidad se basa en el principio de que «no existe mayor injusticia que tratar como iguales a los desiguales». Desde ese planteamiento, personas y grupos desfavorecidos han de ser beneficiados con políticas estimuladoras, que les otorguen prioridad para la satisfacción de sus necesidades. Ello requerirá, sin duda, que algunos sectores y áreas del planeta tengan que dejar de crecer para que otros puedan crecer a mayor velocidad y con mayor calidad.
Transformaciones humanas y sociales. La idea de «transformación» va más allá de los simples correctivos a sistemas que están necesitados de cambios profundos (no simples ajustes estructurales) para resolver sus graves desequilibrios. El sistema mundial, en su conjunto, requiere, desde esta óptica, una orientación transformadora hacia un nuevo paradigma interpretativo de las relaciones humanidad-naturaleza y de las relaciones entre los grupos humanos económicamente favorecidos (escasamente 1/5 de las gentes que pueblan el planeta, 1.200 millones de personas) y los 4/5 restantes, 4.500 millones de seres humanos que viven marcados por la escasez y la inseguridad, cuando no en los márgenes de la supervivencia (como los 1.000 millones de personas más pobres de la tierra).
El valor de la interdependencia. Entender que el planeta es un sistema cerrado que, si bien recibe energía del exterior no intercambia materia, nos lleva a considerarlo como un ámbito de interdependencias en el que todo lo que sucede en una parte repercute en la totalidad del sistema (los residuos que arrojamos, la contaminación, la pobreza, etc.). Desde esta perspectiva, la E.A. enfatiza esta idea de interdependencia como elemento clave para la comprensión de la dinámica de la biosfera, que nos conduce al compromiso de actuar consecuentemente, sabiendo que «todo lo que arrojamos en el planeta va a parar a alguna parte de ese mismo planeta».
El valor de la diversidad, no sólo en el plano biológico, sino reconociendo también la diversidad cultural como un elemento esencial de la «biodiversidad». Desde esta perspectiva, la pérdida de diversidad que están sufriendo nuestros ecosistemas, con un alarmante ritmo de extinción de especies animales y vegetales y el arrasamiento de muchas culturas, debería ser objeto de programas educativo-ambientales que ayudasen a las personas a comprender cómo esa diversidad tiene un valor intrínseco (es parte de la vida sobre la tierra) y se relaciona directamente con la estabilidad de los sistemas y sus posibilidades de mantenimiento en condiciones de equilibrio a lo largo de la historia.
La Educación como un derecho de todos los seres humanos. Y no sólo la Educación en general, sino una Educación ambientalmente informada, que contribuya al esclarecimiento de la crisis desde la búsqueda de sus causas profundas (de orden ético, económico, científico, etc.) y a la identificación de los modelos de actuación sobre los recursos que han venido y vienen creando las actitudes depredadoras de una parte de la humanidad sobre la otra y de los seres humanos, en su conjunto, sobre el resto de la biosfera.
3.3. Alternativas
Hemos hecho un diagnóstico de la situación, seguido de unas consideraciones generales que nos permiten ir vislumbrando en qué problemas y con qué criterios podemos centrar nuestra acción educativo-ambiental. Pero es bien cierto que ésta no puede quedarse en una simple denuncia o análisis de las situaciones de desequilibrio que padece el planeta, ni siquiera en el enunciado de nuevos planteamientos que orienten sobre las transformaciones necesarias para «virar» nuestra trayectoria sobre él. Se requiere algo más: propuestas de tipo alternativo que nos permitan no sólo vislumbrar, sino ensayar y «tocar» nuevos comportamientos y formas de vida más acordes con el equilibrio ecológico y la solidaridad inter e intrageneracional.
Desde esta perspectiva, algunas formulaciones pueden orientar nuestra tarea educativa:
· Armonía entre los seres humanos y entre éstos con otras formas de vida. Pareciera que ambos planteamientos difieren y, sin embargo, en la práctica no sólo son complementarios sino que se requieren el uno al otro para su realización. En efecto, no es posible la solidaridad con la naturaleza, con el resto del mundo vivo, si de un modo coincidente los seres humanos no nos planteamos de forma radical y profunda la solidaridad intraespecífica.
El problema es, seguramente, por dónde empezar, y cómo plantear esta visión alternativa (la de dos tipos de armonía que se suponen y realimentan) desde la E.A.. En este punto conviene decir que, como siempre, los caminos son abiertos y las posibilidades diversas. Seguramente para algunos grupos de corte conservacionista, será más fácil comenzar por la práctica de la «fusión» del ser humano con la naturaleza para, desde ahí, intentar favorecer esa misma fusión con sus coetáneos. Para otros grupos, que trabajan más centrados en el campo del desarrollo, el camino puede ser inverso. Pero lo esencial es que unos y otros han de establecer puntos de convergencia que permitan que la E.A., en su conjunto, aparezca como un movimiento integrador que plantee como alternativa la de un mundo de solidaridad intra e interespecífica.
· Profundización en la idea de «calidad de vida», abandonando definitivamente su falsa identificación con el «nivel de vida» que, medido a través de indicadores cuantitativos, no alcanza a dar cuenta de toda la riqueza y matices que serían necesarios. Calidad de vida entendida desde la perspectiva de «ser más» y no desde la de «tener más», orientada fundamentalmente a la recuperación de los valores esenciales para la felicidad humana (armonía y equilibrio en el uso del entorno, en las relaciones con los otros, en el desempeño de las propias tareas, en la organización de los núcleos familiares, sociales, etc.).
· Mayor conciencia en la conducta personal y social sobre el uso de los recursos, replanteando, desde el Norte, el concepto de «necesidades» (que frecuentemente se identifica con lujos innecesarios) y ayudando a las comunidades del Sur a definir sus necesidades no por la imitación de los patrones consumistas del Norte, sino de acuerdo a nuevos esquemas interpretativos en los que definitivamente se abandone el hedonismo consumista y se rescaten los viejos y permanentes valores de la comunicación, la creatividad, la vivencia del entorno natural, etc., como elementos sustantivos de la felicidad humana. Bien entendido que para adoptar estos valores se requiere tener satisfechas las necesidades básicas esenciales (alimento, vivienda, educación, trabajo, etc.), pero que en su mera satisfacción no deben considerarse cubiertos los requerimientos de una verdadera calidad de vida, aunque a veces las sociedades consumistas del Norte parecieran convencernos de ello.
3.4. Principios de una Educación Ambiental para el Desarrollo Sostenible
A la vista de lo expuesto, creemos que la E.A. que procede plantearse en este cambio de milenio marcado por la crisis social y el deterioro ecológico es aquella capaz de reorientar nuestros modelos interpretativos y nuestras pautas de acción hacia un nuevo paradigma.
Esta nueva cosmovisión sería, a nuestro modo de ver, la oportunidad posible para una transformación progresiva pero profunda de las pautas de utilización de los recursos desde criterios de sustentabilidad ecológica y equidad social.
Orientada, pues, por los enfoques que guían el desarrollo sostenible, esta E.A. debería basarse, a nuestro juicio, en los siguientes principios básicos:
· Naturaleza sistémica del medio ambiente (y de la crisis ambiental). El enfoque sistémico se impone así como un modelo interpretativo que permite comprender las interdependencias que se dan en el mundo de lo vivo, y actuar en consecuencia.
· El valor de la diversidad biológica y cultural, como dos caras de la misma moneda que se realimentan. No se trata tan sólo de lamentar la destrucción de especies animales o vegetales (que, al ritmo y en la forma en que se está produciendo es una verdadera catástrofe para el planeta), sino de defender con igual énfasis el legítimo derecho a la presencia de formas culturales, como las de las comunidades rurales, por ejemplo, que se están perdiendo arrasadas por el modelo de vida urbano.
Otro tanto cabe decir respecto de las culturas indígenas, aquellas en las que la dinámica productivista no es el principal motor de la actividad diaria. Culturas orientadas «al estar», como las de tantas comunidades latinoamericanas, que se ven confrontadas por la cultura del «producir», propia de los países industrializados de Occidente.
· Un nuevo concepto de necesidades, regido no por los deseos de unos pocos, sino por las necesidades básicas «de todos», esencialmente de los más pobres.
Llegar a esta nueva comprensión de lo necesario plantea un esfuerzo de enorme magnitud para las personas y grupos sociales que vivimos en los sectores privilegiados del planeta (los 1.200 millones de personas que tenemos acceso al 80% de los recursos). No es tarea fácil para quienes hemos aprendido a vivir de una determinada manera comenzar ahora a comprender la necesidad de «vivir más simplemente, simplemente para que otros puedan vivir». Nuestras experiencias educativas deben ayudarnos a ello, pero los propios educadores estamos marcados por esas formas de vida, y nos resulta muy difícil ir abandonando las pautas consumistas. Esta es una realidad en la que avanzamos más lento de lo que sería necesario, y en la que los mejores logros se consiguen casi siempre cuando, además de la comprensión teórica del problema, se implican en el cambio nuestros afectos y valores.
Desde la perspectiva de los países del Sur (no ajenos a la contradicción entre unas elites consumistas y depredadoras y una ciudadanía con muchas carencias) los planteamientos educativos en esta línea siguen siendo absolutamente necesarios, en la medida en que es preciso contribuir a romper el mimetismo con que muchos grupos sociales están dispuestos a reproducir, en cuanto les sea posible, formas de consumo y utilización de recursos tan depredadoras e insolidarias como las que critican.
· Equidad y sustentabilidad. Se trata de una E.A. comprometida con la realidad, local y planetaria. Una educación que, más que «contemplar» los problemas, ayude a las personas a «sumergirse» en ellos, vivenciando desde dentro las grandes contradicciones que se están dando en la gestión de nuestros espacios naturales y urbanos, en el modo en que administramos nuestra biodiversidad, en la realidad de sociedades marcadas en unos casos por el despilfarro y en otros por la miseria.
· Desarrollo de la conciencia local y planetaria. Como consecuencia de los planteamientos anteriores, una E.A. comprometida debe orientar a las personas hacia un pensamiento global y una acción local, sabiendo que es en el entorno propio donde cada persona o cada grupo social puede poner a prueba las nuevas posibilidades de cambio, pero que todo ello ha de hacerse desde la conciencia planetaria, en el reconocimiento de que los problemas ambientales son cuestiones que afectan al conjunto de la humanidad y de la biosfera.
· La solidaridad, las estrategias democráticas y la interacción entre las culturas. Frente a los modelos educativos de corte etnocéntrico, tan imperantes si no de forma explícita sí de forma implícita en el Occidente industrializado del planeta, la E.A. que propugnamos se basa en la solidaridad inter e intraespecífica, entendiendo que las relaciones entre los distintos grupos humanos han de regirse por criterios de democracia profunda y de respeto cultural.
Desde esta posición, los modos, las estrategias que utilizamos al educar, se convierten en parte importantísima del mensaje que pretendemos incorporar en el acto educativo. En efecto, sólo cuando nuestras formas de acción se mantengan dentro del respeto a las personas que aprenden, a su diversidad, sus modelos de pensamiento y sus patrones culturales, sólo entonces podremos pensar que estamos contribuyendo a la orientación de una E.A. que pueda reforzar las corrientes democráticas de pensamiento y revalorizar los contextos culturales amenazados.
· El valor de los contextos. Los problemas ambientales no pueden ser abordados jamás desde un punto de vista simplemente teórico, despegado de la realidad. Cada problema lo es en la medida en que se da en un contexto concreto, y es ahí, en ese ámbito, donde adquiere sentido el análisis y la propuesta de alternativas. De modo que nosotros, como educadores ambientales, estamos comprometidos a trabajar contextualizando, ayudando a las personas a definir problemas y soluciones dentro de parámetros espacio-temporales.
Entender que el presente de un sistema ambiental es simplemente un «momento» en su proceso de fluctuaciones para el mantenimiento de un equilibrio dinámico significa comprender que, para un correcto análisis de ese presente, es indispensable conocer la «historia» del sistema, el modo en que éste ha evolucionado, la forma en que ha llegado a ser lo que es. Y esto sirve para los sistemas físicos y sociales, para las comunidades vivas que comparten con nosotros el planeta y para nuestras propias comunidades.
Contexto espacial, contexto histórico, visión sincrónica y diacrónica: he ahí referentes que pueden ayudarnos a comprender determinados problemas y pautas culturales para interpretar desde dentro de ellos, y no desde fuera, las cuestiones ambientales que les son propias.
· El protagonismo de las comunidades en su propio desarrollo. Este principio, que está en la raíz del desarrollo sostenible, parece comúnmente aceptado y diariamente conculcado. En efecto, desde los foros públicos siempre se admite el derecho de cada grupo humano a definir qué entienden ellos por «calidad de vida» y hacia qué metas desean orientar su economía, su ocio, etc. Pero, en la práctica, las instituciones de Occidente, a través de los ya conocidos «planes de ajuste estructural», están desarrollando una constante labor de definición del desarrollo de muchos pueblos desde fuera, planteando prioridades y orientando el gasto hacia fines militares, por ejemplo.
Este no es un problema que deba quedar ajeno a la E.A., como tampoco se trata solamente de una cuestión «externa» sobre la que debamos teorizar o debatir. El problema del protagonismo de quienes con nosotros aprenden nos trae a las manos la posibilidad de caer en la aplicación, también, de «planes de ajuste estructural» desde fuera en vez de intentar educar considerando las estructuras mentales, afectivas, culturales, de las personas y los grupos que en ese momento son sujetos del aprendizaje.
El reto existente en la sociedad se convierte así en nuestro propio reto: o incorporamos formas de educar respetuosas con lo que las personas ya saben, con sus esquemas y formas de vida (aunque sea dentro de planteamientos críticos e innovadores que los pongan en cuestión), o estaremos reproduciendo el viejo esquema social de que es posible «desarrollar» a otros desde fuera sin necesidad de tomarlos en cuenta (algo que en Educación se hace, con muy buenas intenciones, demasiado frecuentemente).
La sustentabilidad de nuestros procesos educativos vendrá así marcada por el grado de autosuficiencia que vayan logrando las personas que con nosotros aprenden. Si alguien, después de vivir un programa de E.A. crece en autosuficiencia, podremos decir que ese programa ha cumplido al menos en parte sus objetivos. Pero si prolongamos la dependencia, si ofertamos soluciones acabadas en vez de ayudar a buscar soluciones inéditas, entonces tal vez estaremos, con la mejor de las voluntades, metiendo vino nuevo en odres viejos.
· El valor educativo del conflicto. En unas sociedades marcadas por el conflicto, la Educación que se imparte en los centros escolares generalmente tiende a huir de él, refugiándose en las paredes del aula como ámbitos controlados en los que, aparentemente, nada grave sucede. Una E.A. que quiera estar inmersa en el «corazón» de los problemas de su tiempo ha de plantearse de forma distinta, tanto si es la escuela la que la realiza como si se lleva a cabo en organizaciones no gubernamentales, grupos ecologistas, etc.
Se trata de reconocer el valor del conflicto como fuente de aprendizaje, como parte esencial de la vida misma en la que ponemos a prueba nuestras capacidades para discriminar, evaluar, aplicar criterios y valores, elaborar alternativas y tomar decisiones.
Así entendidos, los conflictos son «ocasiones para crecer», en el sentido de que ofrecen a los sistemas físicos y sociales posibilidades de reorganización en situaciones alejadas del equilibrio. Y ya sabemos que, en esas situaciones, reorganizarse significa innovar, elegir caminos en los que hay que pactar con el azar y la incertidumbre, aventurarse con el riesgo pero saber medir hasta dónde el sistema puede cambiar sin sucumbir... En definitiva: en los conflictos se hace presente la vida en toda su riqueza e intensidad, y es sumergiéndonos en ellos como descubriremos el modo en que los sistemas pueden fluctuar, cambiar sin dejar de ser ellos mismos (también nosotros y los que aprenden con nosotros...).
· Los valores como fundamento de la acción. La E.A. no puede ser neutra, ni sustentarse en el vacío. Ella se asienta sobre una ética profunda, que compromete seriamente a cuantos participan en sus programas. Se trata de que cada grupo que enseña y cada grupo que aprende tengan la oportunidad de revisar sus valores, someterlos a crítica, y elucidar valores nuevos que permitan avanzar en la dirección de la equidad social y el equilibrio ecológico. Sabiendo, además, que tales valores no pueden «enseñarse» ni «imponerse», sino que han de ser descubiertos y apropiados por las personas que aprenden, a veces para reforzar o reafirmarse en aquello que sustenta sus modelos éticos y culturales, a veces para iniciar el viraje hacia posiciones que se adecúan mejor al nuevo modelo de sociedad (y de relaciones naturaleza-sociedad) que se pretende construir.
· Pensamiento crítico e innovador, frente al pensamiento «reproductivo» que tantas veces impera en los modelos y acciones educativos. La sociedad de finales de siglo necesita que formemos personas capaces de ver con ojos nuevos la realidad, de criticar constructivamente las disfunciones de nuestros sistemas y, sobre todo, de elaborar alternativas, modelos de pensamiento y acción distintos pero posibles. Y ello sólo será posible cuando nuestras experiencias educativas se sustenten sobre el desarrollo de la creatividad y la participación.
· Integración de conceptos, actitudes, valores... desde el convencimiento de que no es posible modificar las pautas de conducta en relación con el medio ambiente movilizando tan sólo el campo cognitivo de quienes aprenden. Es preciso que, junto con la clarificación conceptual, nuestros programas contemplen los aspectos éticos, las formas de comunicación, las aptitudes y actitudes vinculadas a los afectos, los sentimientos, que dan sentido a las conductas individuales y colectivas.
Una E.A. atenta a esta multiplicidad de registros será realmente movilizadora, huyendo de esa vieja falacia de que «se ama algo o alguien cuando se lo conoce mejor» (que sólo es verdad en parte) para aceptar que se conoce mejor cuanto nos rodea (personas, entorno, etc.) cuando se le ama. En todo caso, seguramente el equilibrio al incorporar ambas posibilidades, conocimiento y afectos, sea la mejor manera de garantizar que nuestros programas educativo-ambientales no caigan en el vacío.
· La toma de decisiones como ejercicio básico. Si estamos convencidos de que la E.A. es un movimiento orientado al cambio, hemos de tener presente que el cambio requiere no sólo nuevos modelos de interpretación de la realidad (un cambio de paradigma) sino también, y consecuentemente, nuevas formas de acción que se manifiesten en forma de decisiones para el uso y gestión de los recursos.
Desde esta perspectiva, nos atrevemos a afirmar que ningún proceso educativo-ambiental debería concluir sin un ejercicio, aunque fuese mínimo, de toma de decisiones por los participantes. Por supuesto, estamos hablando de decisiones libremente asumidas, no necesariamente homogéneas, cada una de ellas acorde con el «momento» y la trayectoria de cada persona o grupo. Pero lo que defendemos es que se requiere «ir más allá» del pensamiento, comprometerlo y comprometerse en acciones concretas, porque es en ellas donde verdaderamente podremos poner a prueba nuestros modelos teóricos, para confirmarlos o refutarlos.
· La interdisciplinariedad como principio metodológico. A un enfoque sistémico, que debe proporcionarnos una visión relacional y compleja de la realidad, corresponde coherentemente una aproximación interdisciplinaria en el campo de la metodología. Es decir, que tendremos que acostumbrarnos a analizar los problemas ambientales con quienes aprenden no sólo como cuestiones ecológicas o como conflictos económicos, sino incoporando diferentes enfoques complementarios (ético, económico, político, ecológico, histórico, etc.) que, de forma complementaria, permitan dar cuenta de la complejidad de tales temas.
La interdisciplinariedad se impone así como una exigencia que parte de la propia naturaleza compleja del medio ambiente, de modo que nuestro trabajo tendrá mayor sentido y resultará más rico en matices en la medida en que podamos realizarlo en el ámbito de equipos interdisciplinarios.
4. Oteando el futuro: el papel de las organizaciones de Educación Ambiental no formal en una sociedad en cambio
Cuanto hasta aquí hemos dicho es igualmente válido para la Educación formal y la no formal, en la medida en que ambos sistemas son complementarios e inciden sobre sujetos que aprenden en diferentes fases o momentos de su vida.
El interés y oportunidad de las experiencias de E.A. no formal vienen dados por la existencia de múltiples problemas que requieren de decisiones colectivas, tomadas por la sociedad civil en su conjunto (jóvenes, adultos, etc.), para la que las respuestas escolares, siendo útiles, resultan insuficientes.
En efecto, la escuela puede ser un buen elemento movilizador de las conciencias de niños y jóvenes. Incluso puede y debe ser un elemento dinámico en su propio territorio. Pero no podemos pedir a sus educadores escolares que cubran, además, el amplio abanico de necesidades de formación permanente existente en la sociedad en su conjunto.
El papel de los educadores extraescolares se convierte así en esencial para vitalizar a unas sociedades necesitadas de permanente reflexión acerca de los objetivos que persiguen, la sustentabilidad de las estrategias que utilizan para conseguirlos, y la equidad en su reparto y utilización.
Llevar a cabo tal tarea no resulta fácil, pues la complejidad de los problemas se ve acentuada por la enorme carga de incertidumbre que plantea educar en contextos no convencionales, donde las variables que el educador o educadora controlan son pocas respecto a los elementos aleatorios que entran en juego.
En todo caso, conscientes de ello, nos atrevemos a sugerir algunas pautas que, a nuestro juicio, podrían orientar la acción educativo-ambiental no formal:
4.1. La necesidad de autoformación permanente
A los educadores y educadoras extraescolares se les pide que tengan múltiples respuestas, que ayuden a los grupos a reorientar sus valores y pautas de conducta, que sepan organizar lúdicamente las actividades, que comprendan las pautas culturales de los adultos o los jóvenes... pero la pregunta que ellos legítimamente pueden hacerse es la de saber cómo y en qué condiciones pueden prepararse a fondo para esas tareas; qué instituciones están atentas a sus propias necesidades de formación; dónde adquirir las destrezas teóricas y prácticas que se requieren para llevar a buen fin sus objetivos...
La respuesta aparece desdibujada y no es en absoluto proporcional a las necesidades. Existen todavía pocas instituciones atentas a formar a estos grupos de educadores no formales. Algunas universidades mantienen programas abiertos al respecto, pero se trata de ofertas minoritarias en relación con el amplio despegue que han tenido en los últimos años las organizaciones no gubernamentales, los grupos ecologistas, los colectivos educativo-ambientales, etc.
Seguramente, como siempre, la solución sólo en parte está fuera, y hay que buscarla dentro. Sean bienvenidas todas las ofertas que contribuyan a potenciar la formación rigurosa y permanente de estos profesionales, pero aceptemos que en ellos mismos existe un enorme potencial autoformativo que, debidamente organizado desde dentro de los propios grupos, puede ser el verdadero elemento dinamizador de quienes necesitan aprender para ayudar a otros a aprender.
Así pues, tomando las oportunidades de formación que están fuera, y combinándolas con la autoformación, lo que es evidente es que el proceso por el que una persona o un grupo se constituyen como educadores ambientales es un camino inacabado, en el que cada conquista en el conocimiento no es una llegada, sino el principio de una nueva partida. Aceptar la necesidad de formación permanente significa, vista así, aceptar la conciencia de insuficiencia que puede conducirnos, como seres humanos, al encuentro con la ciencia, el arte, la cultura, como formas vivas de comprensión de lo vivo. Es, también, aceptar la necesidad de la mano del otro para caminar, sabiendo que el camino que se emprende al educar es una ruta que requiere esfuerzo y dedicación constantes.
4.2. La contextualización de los procesos: la Educación Ambiental como instrumento para el desarrollo endógeno
Los colectivos que practican la E.A. no formal son verdaderos instrumentos de desarrollo sostenible, en la medida en que, favoreciendo el crecimiento cualitativo de las personas que aprenden, están reforzando la autosuficiencia individual y colectiva.
Autosuficiencia frente a dependencia: he ahí la gran tensión entre lo sostenible y lo no sostenible. Educar ambientalmente debe suponer, a nuestro juicio, contextualizar nuestros procesos educativos dentro de procesos más amplios que, en el campo social, refuercen los valores y formas de vida esenciales a la comunidad. Significa asimismo entender la Educación conectada a los problemas económicos, a las opciones de crecimiento en una u otra dirección, que vive cada comunidad.
Contextualizar el proceso educativo-ambiental viene a ser, en definitiva, insertarlo en el «corazón» de los problemas del desarrollo de cada grupo social, haciendo de lo educativo un motor para la reflexión crítica, las opciones libres y alternativas, las decisiones que comprometen. Así entendida, la E.A. no formal es parte constitutiva de los elementos que favorecen el desarrollo sostenible de una comunidad, y «transporta» en sí misma el germen de modos de entendimiento armónicos entre los seres humanos y su entorno y los seres humanos entre sí.
4.3. La integración entre la Educación y la acción: educar y gestionar recursos; dos dimensiones complementarias que se realimentan
Si es cierto que todo planteamiento educativo libremente asumido tiene su «banco de pruebas» en la acción, no es menos verdad que una Educación orientada directamente a la gestión de los recursos, individuales o comunitarios, permite confrontar teoría y realidad en el día a día.
Los grupos que trabajan en E.A. no formal generalmente tienen la oportunidad de vincular la Educación con la gestión. Ellos no sólo forman personas, sino que gestionan directamente recursos. La pregunta que se les puede hacer se refiere al grado de coherencia que mantienen entre una y otra tarea.
Porque es ahí, en ese reto de la coherencia, donde se legitima la parte esencial de su discurso educativo. ¿Están gestionando aquello que les compete con formas de organización adecuadas, favoreciendo el uso correcto de los recursos? ¿Están utilizando al enseñar prácticas interdisciplinarias, metodologías participativas, modos de comunicación no ideologizantes?... Entre una y otra pregunta existe un abanico de respuestas. Seguramente ninguno de nosotros saldría airoso de un exhaustivo examen, pero es preciso mantener al menos la tensión de recordar que esa coherencia es la base esencial de nuestro mensaje educativo, un mensaje que se construye muchísimas veces al margen de la comunicación verbal o con muy poco peso de ella.
4.4. Criterios ante un dilema: crecer o no crecer. El valor de lo pequeño y lo descentralizado.
Generalmente, los grupos de E.A. no formal nacen a partir de pequeñas organizaciones de profesionales inquietos por el cambio. Personas que se plantean una acción transformadora en su entorno y que desean contribuir a la sustentabilidad de los sistemas físicos y sociales que las rodean. Pero hemos de reconocer que la dimensión de esas organizaciones no viene definida siempre por una opción clara y explícita a favor de «lo pequeño», sino más bien porque las condiciones sociológicas imponen que el grupo comience teniendo ese tamaño y no otro.
Aquí conviene recordar, sin embargo, que uno de los principios básicos del desarrollo sostenible, tal y como nosotros lo entendemos, es el de revitalizar lo pequeño y lo descentralizado como formas de vida y organización mucho más difíciles de manipular, que permiten la orientación de los sistemas hacia cotas de estabilidad y autosuficiencia difícilmente alcanzables por otras vías.
En teoría sistémica, por otro lado, existe un principio básico que explica que un sistema puede funcionar coherentemente en el marco de unas dimensiones óptimas (los llamados «números mágicos») que vienen definidas, entre otros patrones, por la posibilidad de que los distintos elementos del sistema puedan comunicarse entre sí sin necesidad de alargar en demasía los cauces o agentes intermedios de esa comunicación. Traduciendo este principio al «óptimo de las organizaciones», de nuevo nos encontramos con que aquello que generalmente entendemos como «pequeño» (el sistema en que todos conocen a todos, por ejemplo) se nos aparece como dotado de controles propios, intrínsecos al propio sistema, para el mantenimiento de los principios y objetivos por los que nació.
Del mismo modo, en la historia evolutiva del mundo vivo podemos observar, como un principio básico de complejidad, la supervivencia de lo pequeño frente a lo grande, y cómo los organismos vivos decrecen en posibilidades de resistencia en la medida en que aumentar su tamaño. Sólo tenemos que pensar en la extinción de los grandes saurios y la ocupación de su nicho ecológico por parte de los pequeños vertebrados que vivían en «las rendijas» del sistema.
Todo ello nos conduce a pensar que los grupos de E.A. no formal deberían mantener viva la tensión ante el dilema que constantemente se les plantea después de algunos años de exitosa existencia: crecer o no crecer.
En efecto, cuando el paso de los años supone la consolidación de una trayectoria rigurosa y oportuna, generalmente desde fuera (a veces también desde dentro), el grupo educativo se ve impelido a crecer, ampliar su organización, dotarse de nuevos miembros, nuevos locales, nuevas actividades... Sin duda hay que saludar esos impulsos con alegría, pero conviene no olvidar que las organizaciones sólo pueden crecer hasta unos determinados umbrales, pasados los cuales, si continúan aumentando, se opera un «efecto umbral» similar al que sucede en los sistemas físicos, es decir, experimentan cambios cualitativos.
Muchas instituciones, por no haber tenido en cuenta este principio, han visto cómo se trastocaban sus elementos constitutivos esenciales y su coherencia interna. Precisamente por eso, creemos que resulta pertinente mantener la tensión: no se trata de negarse a crecer, sino de crecer sólo hasta el punto en que resulte posible hacerlo sin cambiar la esencia que da sentido al propio grupo, a sus objetivos y posibilidades reales de actuación.
De otro modo, el peligro de comenzar a operar agrandando excesivamente la organización se relaciona no sólo con la posible pérdida de coherencia interna y de comunicación fluida entre sus miembros sino, lo que es muy importante, puede suceder que se establezca una organización que requiera de tal cantidad de recursos para mantenerse que llegue a perder la libertad de elegir o no determinados proyectos simplemente por haber caído en la «trampa» de su supervivencia como institución. Ello ha llevado y lleva a muchos movimientos sociales que inicialmente parten de posiciones muy renovadoras, a institucionalizarse y anquilosarse, justificando el acceso a recursos y programas en los que de otro modo no estarían, simplemente por la necesidad de sobrevivir como colectivos.
No hemos querido hurtar este problema a nuestra reflexión, que desciende ahora a terrenos muy prácticos y cotidianos, porque entendemos que éste es uno de los grandes peligros que acecha constantemente a los colectivos y organizaciones no gubernamentales que, en el campo educativo-ambiental y en otras áreas, nacen con la finalidad de favorecer planteamientos alternativos. Problema especialmente grave cuando desde el principio se apuesta por el desarrollo sostenible, porque el primer compromiso es desarrollarse de forma sustentable como grupo y no romper los criterios de sustentabilidad en aras de cualquier otro objetivo.
Digamos para concluir que, en palabras de un pensador latinoamericano, «la superación de una utopía sólo se justifica si da lugar al nacimiento de otra aún más intrépida» (Benedetti). Entendamos, pues, la utopía de una humanidad en armonía con la naturaleza y entre sí no como un sueño imposible, sino como el sueño posible, necesario y desafiante ante el cual el planeta, la sociedad y la vida son espacios de posibilidades, de modo que nuestro compromiso como educadores no sea una conquista de un día, una estación a la que llegar, sino una forma cotidiana de viajar.
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