CUIDEMOS NUESTRO PLANETA

¿Es posible el capitalismo sostenible? - Bibliografia:Ing.Lucio Yazlle

¿Es posible el capitalismo sostenible? *


James O’Connor**

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Introducción

Hay pocas expresiones tan ambiguas como las de “capitalismo sostenible”

y otros conceptos asociados, tales como “agricultura sostenible”,

“uso sostenible de la energía y los recursos” y “desarrollo sostenible”.

Esta ambigüedad recorre la mayor parte de los principales discursos contemporáneos

sobre la economía y el ambiente: informes gubernamentales y de las Naciones

Unidas; investigaciones académicas; periodismo popular y pensamiento

político “verde”. Esto lleva a muchas personas a hablar y escribir acerca de la

“sostenibilidad”: la palabra puede ser utilizada para significar casi cualquier cosa

que uno desee, lo que constituye parte de su atractivo.

“Capitalismo sostenible” tiene una connotación a la vez práctica y moral.

¿Existe acaso alguien en su sano juicio que pueda oponerse a la “sostenibilidad”?

El significado más elemental de “sostener” es “apoyar”, “mantener el curso”, o

“preservar un estado de cosas”. ¿Qué gerente corporativo, ministro de finanzas o

funcionario internacional a cargo de la preservación del capital y de su acumulación

ampliada rechazaría asumir como propio este significado? Otro significado

es el de “proveer de alimento y bebida, o de medios de vida”. ¿Qué trabajador urbano

mal pagado, o qué campesino sin tierra rechazaría este significado? Y otra

definición es la de “persistir sin ceder”. ¿Qué pequeño agricultor o empresario no

se resiste a “ceder” ante los impulsos expansionistas del gran capital o del estado,

enorgulleciéndose por su “persistencia”?

* Traducción realizada por el Profesor Guillermo Castro Herrera.

** Profesor de la Universidad de California. Editor de la revista Capitalism, nature, socialism.

Ecología Política. Naturaleza, sociedad y utopía

Estamos en presencia de una lucha a escala mundial por determinar cómo serán

definidos y utilizados el “desarrollo sostenible” o el “capitalismo sostenible”

en el discurso sobre la riqueza de las naciones. Esto quiere decir que la “sostenibilidad”

es una cuestión ideológica y política, antes que un problema ecológico y

económico.

El análisis que se hace aquí utiliza el término “sostener” en los tres sentidos

indicados: “sostener el curso” de la acumulación capitalista a escala global; “proporcionar

medios de vida” a los pueblos del mundo, y “sostenerse sin ceder” por

parte de aquellos cuyas formas de vida están siendo subvertidas por las relaciones

salariales y mercantiles. En esta perspectiva, el problema del capitalismo sostenible

se refiere en parte a la posibilidad -o no- de que la sostenibilidad definida

de estas tres maneras pueda ser alcanzada, y a cómo podría lograrse tal cosa.

Existe un cuarto sentido para “sostener”: el que se refiere a la “sostenibilidad

ecológica”, aún cuando es escaso el acuerdo entre los científicos de la ecología

respecto al significado preciso de esta expresión. Por ejemplo, la biodiversidad o

la “salud del planeta” rara vez son problematizadas en términos de la ciencia ecológica

y de las ideologías subyacentes a esta ciencia, como tampoco ocurre con

la expresión “crisis ecológica”, tan ampliamente utilizada por escritores populares

sin el beneficio de una definición precisa.

Los ecólogos de poblaciones y los biólogos de la conservación correlacionan

por lo general cambios en la población de una determinada especie, cambios en

la “capacidad de carga”, definida de manera estrecha en términos de las necesidades

de esa especie, y algún coeficiente que mide la relación entre la especie y

la capacidad de carga en cuestión por un lado, y el resto del ecosistema del que

esa especie podría depender por el otro. Todos estos términos poseen alguna capacidad

explicativa. Sin embargo, tal multiplicidad de determinantes implica que

no existe forma evidente de saber con certeza si las amenazas a una especie provienen

de ella misma, por así decirlo, o de transformaciones en el conjunto del

ecosistema debido, por ejemplo, a la intrusión de otras especies. Si esto es así, hablar

acerca de la “sostenibilidad” de especies en particular puede resultar menos

preciso de lo que parecía a primera vista, y el concepto de “crisis ambiental” puede

resultar más problemático.

Estas ambigüedades se acentúan cuando los ecólogos o los Verdes combinan

las dimensiones social y económica con la biofísica, y debaten acerca de la “sostenibilidad”

de ecosistemas o regiones enteras. En la región de la bahía de Monterrey,

California, por ejemplo, la excesiva extracción de aguas subterráneas ha

hecho disminuir el nivel de los acuíferos, ocasionando salinización debido al

agua de mar, lo que a su vez amenaza la viabilidad de la agricultura. ¿Constituye

esto una “crisis”?

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En términos económicos no, si la región importa agua. De hecho, el agua importada

puede insuflar nueva vida a la agricultura local y al desarrollo industrial,

comercial y residencial. “Agricultura sostenible” significa una cosa desde una

perspectiva biorregional estricta, y otra si la perspectiva es ampliada para incluir

a otras biorregiones. En este caso particular, el debate en torno al agua tiene que

ver menos con la “sostenibilidad” del capital agrícola local y de la calidad del

agua, y más con normas de juicio relativas al tipo de comunidad y de cultura que

los habitantes de la región desean tener: en el caso de Pajaro Valley, por ejemplo,

se trata de escoger entre preservar su actual sabor mexicano, o abrirlo más

a la población trabajadora de Silicon Valley, al otro lado de la cordillera litoral.

Si se define “sostener” de estas cuatro maneras, la respuesta breve a la pregunta

“¿es posible el capitalismo sostenible”? es “no”, y la larga es “probablemente

no”. El capitalismo tiende a la autodestrucción y a la crisis; la economía

mundial crea una mayor cantidad de hambrientos, de pobres y de miserables; no

se puede esperar que las masas de campesinos y trabajadores soporten la crisis indefinidamente

y, como quiera que se defina la “sostenibilidad”, la naturaleza está

siendo atacada en todas partes.

En este artículo se examina alguna evidencia relativa al problema del “capitalismo

sostenible”, haciendo énfasis en algunos de los diferentes conceptos de

“sostenibilidad” planteados por los Verdes y por el sector empresarial. Ofrecemos

un breve recuento de las condiciones de sostenibilidad económica (o de rentabilidad

y acumulación), para discutir enseguida la “primera” contradicción del capitalismo

-o contradicción “interna”-, y la naturaleza de la acumulación capitalista,

cargada de episodios de crisis y dependiente de las crisis. A esto se agrega un

breve examen del proceso de formación de una crisis mundial en la década de

1980, y se plantea que las perspectivas de una gestión económica global son tan

endebles como las de una regulación ambiental global.

A partir de lo anterior, se aborda otro problema en apariencia insoluble para

el capitalismo: la “segunda” contradicción, esto es, la reducción de las “ganancias

marginales” generada por la contradicción entre el capital y la naturaleza (y

otras condiciones de producción), asociada a los efectos económicos adversos

para el capital que surgen del ambientalismo y otros movimientos sociales. Desde

aquí se discuten las formas mediante las cuales el capitalismo intenta enfrentar

estas crisis. La capacidad del capital para enfrentar con éxito tanto la “primera”

como la “segunda” contradicción es limitada, debido a la naturaleza del estado

liberal democrático y del propio capital. Se subraya lo incierto de las consecuencias

políticas -y por tanto económicas y ecológicas- de una depresión económica

generalizada. Por último, tras un breve examen de las condiciones ambientales

en los países pobres (el Sur), se delinean algunas conclusiones sobre

las posibilidades de movimientos ambientalistas sociales y políticos radicales, o

“verdes rojos”. Si bien se plantea que las perspectivas para alguna clase de “so-

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Ecología Política. Naturaleza, sociedad y utopía

cialismo ecológico” no son buenas, las de un “capitalismo sostenible” pueden

ser aun más remotas.

La política ambiental y el discurso de la sostenibilidad

La evidencia favorece la idea de que el capitalismo no es sostenible desde el

punto de vista ecológico, a pesar de la reciente avalancha de charlas sobre “productos

verdes”, “consumo verde”, “forestería selectiva”, “agricultura baja en insumos”

y demás. Durante la campaña por la presidencia de 1992, ninguno de los

tres candidatos principales hizo del “ambiente” un tema relevante. A partir de la

victoria de Bill Clinton, el nuevo gobierno de los Estados Unidos ha aceptado

compromisos en temas que van desde el uso de tierras federales para pastoreo

hasta la tala de bosques antiguos y la lucha contra la contaminación, abandonando

a menudo métodos de control de la contaminación de eficacia ya probada a favor

de “soluciones de mercado”.

Los gobiernos estatales y locales desdeñan el ambiente en su competencia por

atraer capital escaso. En la legislación federal, se hace más estrecha la definición

de “humedales”, al igual que la de “especies en peligro”. La salud ocupacional y

la preservación de la seguridad laboral son saboteadas. Se mercantilizan más los

parques nacionales y estatales en la medida en que los gerentes buscan maneras

de obtener beneficios. Mientras la industria nuclear se encuentra momentáneamente

estancada, algunas industrias de bienes de capital, como la del papel y la

pulpa, han empezado a instalar tecnologías más limpias; la agricultura orgánica

se ha visto beneficiada por un aumento del interés de los consumidores en productos

libres de pesticidas; la mayoría de los dirigentes sindicales se oponen o

son indiferentes a las demandas planteadas por los ambientalistas; y las grandes

organizaciones ambientalistas tradicionales (con dos o tres notables excepciones)

están más dispuestas a comprometer sus posturas en nombre del “crecimiento

económico”.

En la mayor parte de los países, los partidos verdes siguen siendo pequeños o

comprometen sus posiciones en la política local o nacional. En Europa, el ambiente

no figura entre las preocupaciones de los burócratas que dirigen la poderosa

Comisión Europea, a pesar de la representación de los Verdes en el Parlamento

Europeo. Los acuerdos internacionales sobre el desgaste de la capa de ozono

son débiles, y en materia de calentamiento global son meramente simbólicos.

Los acuerdos relativos a la protección de los “bienes comunitarios” del mundo

-cuencas, bosques, ríos, lagos, costas, océanos y calidad del aire- suelen ser

honrados en lo fundamental. La caza de ballenas puede reiniciarse, y en todas

partes los pescadores demandan agotar la riqueza del mar. El petróleo tiene más

importancia que nunca como riqueza económica y poder nacional. Las empresas

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energéticas y mineras (que a menudo son las mismas) se encaminan a la explotación

masiva de mayores cantidades de recursos minerales, desde Wisconsin hasta

Siberia.

En el Sur, muchos gobiernos están más que dispuestos a vender sus derechos

de primogenitura a las corporaciones transnacionales en nombre del “desarrollo”,

a menudo bajo la presión de grandes deudas externas, mientras las grandes masas

de campesinos sin tierra y de pequeños propietarios rurales, y los pobres de

las ciudades, se ven forzados a saquear y agotar recursos y a contaminar el agua

y el aire respectivamente, tan sólo para sobrevivir. Los expedientes ambientales

de los “tigres” asiáticos, los “cachorros” del Sudeste de Asia, y de México, Brasil

y otros centros de crecimiento latinoamericanos, no son muy estimulantes.

Hablando en términos prácticos, un paso necesario hacia el capitalismo sostenible

-definido de una u otra manera como “ecológicamente racional o sagaz”-

consistiría en presupuestos nacionales que obligaran a pagar impuestos elevados

sobre insumos de materias primas (por ejemplo carbón, petróleo, nitrógeno) y sobre

ciertos productos (automóviles, productos plásticos, envases desechables),

complementados con una política de etiqueta verde que eximiría de impuestos a

los productos genuinamente verdes (definidos según su bajo impacto ecológico

en cada etapa del proceso de producción, distribución y consumo).

Otro paso consistiría en políticas nacionales de gasto que subsidien masivamente

a la energía solar y a otras fuentes alternativas y benignas de energía; la investigación

tecnológica encaminada a eliminar productos químicos tóxicos y

otras sustancias en su fuente de origen; innovaciones en materia de tránsito masivo,

salud ocupacional y seguridad laboral, y procedimientos de control y cumplimiento

en los ámbitos nacional, regional y comunal; y una redefinición y reorientación

generales de las prioridades en materia de ciencia y tecnología. Este tipo

de presupuesto verde -con los cambios apropiados en los métodos de cálculo

del ingreso nacional- no está siendo desarrollado en ninguna parte del mundo, salvo

en el papel por parte de un pequeño grupo de economistas y activistas verdes.

Anivel del discurso sobre la “sostenibilidad”, las perspectivas para un capitalismo

ecológicamente sagaz, que los Verdes puedan reconocer como tal, parecen

problemáticas en el mejor de los casos. De hecho, tras una aparente convergencia

de vocabulario, existe un desencuentro o brecha entre el discurso verde y el

capitalista, enfrentados en un diálogo de sordos.

Un problema consiste en que el discurso de buena parte del movimiento ambientalista

cuenta con el apoyo de capitales que buscan reverdecerse a sí mismos

o, al menos, mostrar una imagen pública verde. Este discurso aspira a encontrar

vías que lleven a las corporaciones a reformar sus prácticas económicas, haciéndolas

compatibles con la sostenibilidad de los bosques y su biodiversidad, la calidad

del agua, la preservación de la vida silvestre, las condiciones atmosféricas,

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y demás. Aquí, la atención se concentra en los procesos de producción, la tecnología,

el reciclaje y la reutilización y la eficiencia energética, así como en problemas

de carácter más general, relacionados con la estructura del consumo, el financiamiento,

el mercadeo y la organización corporativa. Por ejemplo, el World

Resources Institute, de orientación reformista, planteó hace poco que la sostenibilidad

presupone “una transformación sin precedentes” de la tecnología. Para los

Verdes reformistas, por tanto, el problema consiste en cómo rehacer el capital en

términos adecuados a la sostenibilidad de la naturaleza.

En las salas de reunión de las corporaciones, sin embargo, el problema se discute

en otros términos. En un nivel superficial, el problema simplemente consiste

en cómo presentar una imagen verde verosímil a los consumidores y al público

-por ejemplo, la industria química norteamericana planeó gastar diez millones

de dólares en 1992 para presentarse a sí misma como ambientalmente razonable

y amistosa (New York Times, 12/8/1992). Se trata también de cómo reformar la

producción de modo que se ahorren energía y materias primas, lo que constituye

un problema esencialmente económico. Lejos de ser un problema para el capital

en su conjunto, la eficiencia en el uso de la energía y de los materiales durante un

período de lento crecimiento es económicamente deseable, y quizás lo sea también

en lo ecológico. Para citar un caso, el 75% del aluminio producido por empresas

norteamericanas proviene de envases y otros productos reciclados. Otro

caso es el de nuevas prácticas en la industria de la madera, que produce postes y

vigas a partir de árboles demasiado pequeños para ser convertidos en tablas, utilizando

así lo que de otra manera sería un desecho. Del mismo modo, la retórica

del “reciclaje” y los precios (selectivos) pueden ser utilizados para facilitar nuevas

olas de obsolescencia planificada bajo el estandarte de la amistad hacia el ambiente

-legitimando así el consumismo y preservando la rentabilidad.

Sin embargo, a un nivel más profundo, las corporaciones construyen el problema

ambiental de un modo que resulta el extremo opuesto de lo que los Verdes

suelen pensar acerca de la reforma. Se trata, aquí, del problema de rehacer la naturaleza

de maneras consistentes con la rentabilidad sostenible y la acumulación

de capital. “Rehacer la naturaleza” significa mayor acceso al medio natural, como

“fuente” y como “vertedero”, lo cual tiene dimensiones políticas e ideológicas,

así como económicas y ecológicas: por ejemplo, el asalto a las formas de vida

de los pueblos indígenas.

“Rehacer la naturaleza” también significa volverla a trabajar o reinventarla, lo

cual plantea aspectos políticos e ideológicos de importancia. Los ejemplos incluyen

“plantaciones industriales maduras” de pino y abeto en el sureste y el noroeste

de los Estados Unidos -un monocultivo que ha sido llamado “el equivalente forestal

del ambiente urbano de edificación en altura” (Goldsmith, 1991: 94)1; la alteración

genética de alimentos para reemplazar las pérdidas de cosechas y aumentar

el rendimiento de la tierra2; microorganismos utilizados en la industria de los

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semiconductores para que “coman” desechos tóxicos, y plantas alteradas que limpian

el suelo contaminado con plomo y otros metales. Cada uno de estos ejemplos,

sin embargo, plantea sus propios peligros: la plantación forestal destruye la

diversidad biológica, mientas los cambios genéticos en los alimentos y el uso de

microorganismos para reducir costos contienen peligros biológicos desconocidos.

Aquí entramos en un mundo en el que el capital no se limita a apropiarse de

la naturaleza, para convertirla en mercancías que funcionan como elementos del

capital constante y del variable (para utilizar categorías marxistas). Se trata más

bien de un mundo en el que el capital rehace a la naturaleza y a sus productos biológica

y físicamente (y política e ideológicamente) a su propia imagen y semejanza3.

Una naturaleza precapitalista o semi-capitalista es transformada en una naturaleza

específicamente capitalista. Y así como el movimiento de los trabajadores

impone al capital la necesidad de pasar de un modo de producción de valor basado

en la plusvalía absoluta a otro de plusvalía relativa -por ejemplo, pasando de

la ampliación de la jornada de trabajo a la reducción del costo de los salarios-, el

movimiento verde puede estar forzando al capital a poner fin a su primitiva explotación

de la naturaleza precapitalista, rehaciendo la naturaleza a la imagen del

capital -también para disminuir los costos del capital, en especial los de reproducción

de la fuerza de trabajo (o el costo de los salarios).

Visto de esta manera, en algún momento del futuro la naturaleza se tornará

irreconocible como tal, o como la percibe la mayoría de las personas. Será, más

bien, una naturaleza física tratada como si estuviera regida por la ley del valor y el

proceso de acumulación capitalista mediante crisis económicas, como la producción

de lápices o de comida rápida. La teoría del discurso tendrá mucho que decir,

en ese momento, acerca del problema de la sostenibilidad, tal como lo hacen hoy

la economía política y la ciencia ecológica. La razón consiste en que el proyecto

capitalista de rehacer la naturaleza, aún en su infancia, es también un proyecto encaminado

a rehacer (según parece) la ciencia y la tecnología a imagen del capital.

Lo que esta imagen sea o llegue a ser dependerá de complejos problemas de representación,

imágenes de la naturaleza, y de problemas de solidaridad social, legitimación

y poder dentro de las comunidades científicas y universitarias.

Crisis de demanda: expansión y consumo

Una respuesta sistemática a la pregunta sobre la posibilidad de un capitalismo sostenible

es: “no, a menos y hasta que el capital cambie su rostro de manera que pudieran

tornarlo irreconocible para los banqueros, los gerentes de finanzas, los inversionistas

de riesgo y los gerentes generales que se miran al espejo hoy”. La justificación

de esta afirmación, ampliamente negada por políticos nacionales y por voceros de las

grandes corporaciones, exige un breve recuento del funcionamiento del capitalismo,

por qué funciona cuando lo hace, y por qué no funciona cuando no lo hace.

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Hasta el surgimiento de la economía ecológica -la cual, aunque cuenta con

precursores desde hace más de un siglo, aún tiene una presencia apenas marginal

en la profesión-, los economistas debatían la sostenibilidad del capitalismo en términos

puramente económicos, como capital de inversión, inversión y consumo,

ganancias y salarios, costos y precios. En los modelos de crecimiento económico,

el mundo físico o material aparecía sobre todo de dos maneras: primero, en

forma de la teoría de la localización y la renta; segundo, bajo el concepto de “acelerador”,

o de la cantidad de producto físico que la nueva capacidad productiva

podría generar (por ejemplo, a una determinada tasa de uso, se necesitan tantas

máquinas para producir tantos refrigeradores).

Desde un punto de vista económico, el capitalismo sostenible debe ser necesariamente

un capitalismo en expansión, y como tal debe ser representado. Una

economía capitalista basada en lo que Marx llamaba “reproducción simple” y lo

que muchos Verdes llaman “mantenimiento” es una total imposibilidad -salvo en

lo relativo a la fuerza de trabajo de mantenimiento doméstico, que no recibe paga,

y al trabajo asalariado organizado por el estado. Las ganancias que ofrece el

mantenimiento son mínimas, o no existen; la sostenibilidad capitalista depende

de la acumulación y las ganancias. Una tasa general positiva de ganancia significa

crecimiento del producto total (“producto nacional bruto”, según lo miden los

sistemas capitalistas de contabilidad).

La ganancia, por ejemplo, es el medio de expansión de nuevas inversiones y

tecnologías. La ganancia también funciona como un incentivo a la expansión. La

ganancia y el crecimiento, por tanto, mantienen una relación de medios y fines,

contenido y contexto, y el gerente financiero promedio no se preocupa en realidad

por la diferencia entre ambos. Si bien existen muchas variantes de la teoría

del crecimiento económico, todas presuponen que el capitalismo no puede permanecer

inmóvil, que el sistema debe expandirse o contraerse o, en otras palabras,

que alienta las crisis tanto como depende de ellas y que, en última instancia,

debe “acumular o morir”, según lo dijera Marx4.

En el modelo más sencillo (e ingenuo) del capitalismo, la tasa de crecimiento

o tasa de acumulación de capital depende de la tasa de ganancia5. Amayor tasa de

ganancia (mientras todo lo demás permanece igual), más sostenible es el capitalismo.

Una tasa de ganancia negativa genera problemas económicos: al menos una

recesión, y en el peor de los casos una crisis general, deflación de los valores del

capital, y una depresión. En este modelo, cualquier persona o situación que interfiera

con las ganancias, la nueva inversión y la expansión de los mercados amenaza

la sostenibilidad del sistema al crear el riesgo de una crisis económica de consecuencias

económicas, sociales y políticas desconocidas e inimaginables.

En la teoría marxista tradicional, el capital es el peor enemigo de sí mismo. El

capital pone en riesgo su propia sostenibilidad debido a lo que Marx llamó la

“contradicción entre la producción social y la apropiación privada”. Una interpre-

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tación de esta contradicción es la de que mientras mayor sea el poder del gran capital

sobre los trabajadores, mayor será la explotación del trabajo (o la tasa de

plusvalía), y mayores serán las ganancias potenciales producidas. Sin embargo,

por esta misma razón también serán mayores las dificultades para realizar estas

ganancias potenciales en el mercado, o para vender bienes a precios que reflejen

los costos de producción más la tasa promedio de ganancia.

Aquí se identifica la contradicción entre el poder político del capital y la capacidad

de la economía capitalista para funcionar sin problemas (o, en un caso límite,

simplemente para funcionar). Esta “primera contradicción del capitalismo”

(o “realización” o “crisis de demanda”) plantea que el intento de los capitales individuales

de defender o restablecer sus ganancias incrementando la productividad

del trabajo, aumentando la rapidez de los procesos productivos, disminuyendo

los salarios o acudiendo a otras formas usuales de obtener mayor producción

con un menor número de trabajadores, y pagándoles menos además, termina por

producir, como un efecto no deseado, una reducción en la demanda final de bienes

de consumo. Una menor cantidad de trabajadores, técnicos y otras personas

vinculadas al proceso de trabajo produce más y, por tanto, está por definición en

menor capacidad de consumir, descontando una deflación de los precios. De este

modo, mientras mayores son las ganancias producidas, o la explotación del trabajo,

menores son los beneficios realizados, o demanda de mercado, si todos los

demás factores permanecen sin cambios. Por supuesto, los demás factores cambian

constantemente: déficits en el presupuesto gubernamental, crédito hipotecario

y de consumo, préstamos para negocios y una política exterior agresiva en materia

comercial y financiera, entre otras posibilidades, pueden estimular la demanda

para mantener “sostenible” al capitalismo.

Hoy en día, una economía sostenible presupone un sistema político y económico

global con capacidad para identificar y regular esta “primera” contradicción

-o contradicción “interna”- del capitalismo. Esto significa, en primer término y

sobre todo, la capacidad para la regulación macroeconómica a escala global o, al

menos, entre las potencias económicas del Grupo de los Siete (G7). Se trata, en

otros términos, de un keynesianismo global del tipo instalado en las principales

economías nacionales entre la década de 1950 y fines de la de 1970. Definido de

esta manera práctica e inmediata, el capitalismo mundial podría resultar mucho

menos sostenible de lo que piensan muchos economistas.

En primer lugar, los sistemas nacionales de regulación keynesiana se han debilitado

o autodestruido desde fines de la década de 1970. En segundo lugar, el

papel central de los Estados Unidos en la economía global hasta el período final

de la Guerra Fría -como una suerte de caja registradora del mundo- se acerca a su

fin. Esto significa que, hasta la débil recuperación de la recesión de 1990-1991,

la economía norteamericana se veía impulsada por el gasto de consumo y el gasto

militar, y por el endeudamiento público y privado. La recuperación posterior a

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Ecología Política. Naturaleza, sociedad y utopía

1991, sin embargo, es la primera desde 1876 que se ve encabezada por el gasto

en exportaciones, con el gasto en inversión en un cercano segundo lugar. Todas

las recuperaciones recientes de Alemania se han apoyado en las exportaciones, y

el gobierno alemán ha declarado que lo mismo ocurrirá con cualquier recuperación

de sus males presentes. Si Japón se recupera -y cuando lo haga- de sus actuales

problemas económicos, las exportaciones se incrementarán a un ritmo superior

al del consumo interno, la inversión y el gasto gubernamental. Por último,

todas las llamadas nuevas economías industrializadas están orientadas a la exportación.

Estos hechos sugieren que en un período en el que un Estados Unidos consumista

no puede absorber los excedentes de bienes del mundo, será necesaria

una gestión macroeconómica global de tipo keynesiano para evitar una deflación

y una recesión general.

De hecho, existe una especie de macro-gestión, a cargo de los directores de

bancos centrales y de los ministros de finanzas del G7, el Fondo Monetario Internacional

y el Banco para Ajustes Internacionales. Este estado capitalista cuasiglobal,

sin embargo, está en manos del gran capital en general, y del capital financiero

en particular. De aquí que, con la excepción de los intentos del G7 de

disminuir las tasas de interés y estimular la demanda en países con excedentes de

exportación (especialmente Japón), el estado global sigue una política anti-keynesiana,

que obliga a capitales individuales y a países enteros a recortar costos e

incrementar la eficiencia, y a disminuir el gasto gubernamental, respectivamente,

sin dedicar reflexión alguna a los efectos de esta política en la sobreproducción

de capital a escala global -del tipo identificado por Marx hace mucho tiempo ya,

por no hablar de los peligros de guerras comerciales, formas creativas de trasladar

a otros los costos de la ayuda exterior, creciente deterioro social, bloques regionales

de comercio y desastre ecológico. Dicho de otra manera, no existe un

Parlamento Global que apruebe leyes de salario mínimo y legislación protectora,

ni Ministerios Mundiales de Trabajo, Bienestar Social y Ambiente, ni poder legítimo

alguno que difunda el saber económico keynesiano a escala internacional.

En cambio, en los Estados Unidos por ejemplo, el ex-presidente George Bush dijo

que este país se convertirá en una “superpotencia exportadora”, y los asesores

económicos del presidente Clinton aconsejan una política de exportaciones “cada

vez más agresiva”.

Las perspectivas de una regulación global, organizada en un verdadero espíritu

de cooperación, resultan hoy tan pobres como las de una regulación nacional

ante las crisis de sobreproducción de la década de 1890: esto es, equivalen a cero.

En aquellos días, las políticas nacionalistas de dumping, monopolio y colonialismo

contribuyeron a generar dos guerras de rivalidad imperialista, y la Gran Depresión.

Superficialmente, hoy podría haber dos factores mitigantes. Uno, que

Europa es una entidad económica: Francia, por ejemplo, se une a Alemania en

vez de combatir con ella en el plano económico. El otro consiste en que el capital

ya no tiene un mero alcance nacional, sino cada vez más global, lo que teóri-

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camente lo hace más dispuesto a la regulación global. Sin embargo, hasta ahora

el G7 ha hecho un mal trabajo (que empeora año tras año) de regulación macroeconómica,

y tanto el capital financiero global como la clase rentista que vive de

los intereses del enorme montón de deuda acumulada en las décadas de 1970 y

1980 tienen el poder necesario para evitar que los gobiernos intenten la reflación

de sus economías.

Crisis de costos: las condiciones de producción

Si bien este tipo de pensamiento económico sigue siendo válido en nuestros

días, es -y siempre ha sido- unilateral y limitado. Esto se debe a que tal pensamiento

presupone un abastecimiento ilimitado de lo que Marx llamó “condiciones

de producción”. Este modelo tradicional da por supuesto que el capitalismo

puede evitar cuellos de botella potenciales por el “lado de la demanda”, que el

crecimiento está restringido únicamente por la demanda.

Sin embargo, si los costos del trabajo, los recursos naturales, la infraestructura

y el espacio se incrementan de manera significativa, el capital enfrenta la posibilidad

de una “segunda contradicción”, una crisis económica que surge del lado de

los costos. Este es el caso, por ejemplo, de la “crisis del algodón” inglesa durante

la Guerra Civil norteamericana, del aumento de los salarios por encima del incremento

de la productividad en la década de 1960, y de los “choques petroleros” de

la década de 1970. Aquí, sin embargo, nos preocupan fenómenos mucho más estructurados

o genéricos de lo que podrían sugerir estos ejemplos aislados.

Las crisis de costos se originan de dos maneras. La primera ocurre cuando capitales

individuales defienden o recuperan ganancias mediante estrategias que degradan

las condiciones materiales y sociales de su propia producción, o que no

logran mantenerlas a lo largo del tiempo. Este es el caso, por ejemplo, del descuido

de las condiciones de trabajo (lo que termina por producir un incremento en

los costos sanitarios), de la degradación de los suelos (que acarrea un descenso en

la productividad de la tierra), o de desatender las infraestructuras urbanas en proceso

de deterioro (aumentando así los costos derivados de la congestión y de la

vigilancia policial), por mencionar tres ejemplos.

La segunda manera se presenta cuando los movimientos sociales exigen que

el capital aporte más a la preservación y a la restauración de estas condiciones de

vida, cuando demandan mejor atención de salud, protestan contra el deterioro de

los suelos, y defienden los vecindarios urbanos de formas que incrementan los

costos del capital o reducen su flexibilidad, para permanecer dentro de los mismos

tres ejemplos. En este caso nos referimos a los efectos económicos, potencialmente

negativos para los intereses del capital, derivados de los movimientos

de trabajadores, del movimiento de mujeres, del movimiento ambientalista y de

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los movimientos urbanos. Este problema de “costos adicionales” -y la amenaza

que plantean a la rentabilidad- obsesiona a los economistas y a los ideólogos del

capital vinculados al pensamiento dominante. Sin embargo, los dirigentes de los

movimientos laborales y sociales rara vez discuten este tema en público.

En el mundo real, ambos tipos de crisis de costos se combinan e interactúan

de maneras contradictorias y complejas sobre las cuales nadie ha teorizado. Por

ejemplo, desde un punto de vista cuantitativo, nadie sabe con exactitud en qué

medida los costos de la congestión urbana son el resultado del culto al automóvil

y del desdén por el transporte colectivo, ni en qué medida son el resultado de las

luchas de las comunidades por mantener a las autopistas lejos de su vecindad.

Necesitamos un abordaje teórico más refinado al problema que Polanyi llamó

“tierra y trabajo”. De manera inadvertida, Marx proporcionó un punto de partida

para un abordaje así mediante su concepto de “condiciones de producción”6. Como

hemos visto, las condiciones de producción son cosas que no son producidas

como mercancías de acuerdo con las leyes del mercado (ley del valor), pero son

tratadas como si fueran mercancías. En otras palabras, se trata de “bienes ficticios”

con “precios ficticios”.

De acuerdo a Marx, existen tres condiciones de producción: primero, la fuerza

de trabajo humana, o lo que Marx llamó “las condiciones personales de producción”;

segundo, el ambiente, o lo que Marx llamó “las condiciones naturales

o externas de producción”; y por último, la infraestructura urbana (podemos agregar

el “espacio”), o lo que Marx llamó “las condiciones generales, comunitarias,

de producción”. El capitalismo sostenible requeriría que las tres condiciones estuvieran

disponibles en el momento y en el lugar correctos, en las cantidades y

con la calidad correctas, y con los precios ficticios correctos.

Como se ha señalado, la presencia de dificultades importantes en el abastecimiento

de fuerza de trabajo, recursos naturales e infraestructura y espacio urbano

plantea una amenaza a la viabilidad de unidades individuales de capital, e incluso

a programas capitalistas enteros de carácter sectorial o nacional. De generalizarse,

estas dificultades podrían llegar a amenazar la sostenibilidad del capitalismo

al elevar los costos y afectar la flexibilidad del capital. De este modo, los “límites

del crecimiento” no se presentan en primera instancia como el resultado de

la escasez absoluta de fuerza de trabajo, materias primas, agua y aire limpios, espacio

urbano y demás, sino como el resultado del alto costo de la fuerza de trabajo,

los recursos, la infraestructura y el espacio. Esta amenaza inminente a la

rentabilidad conduce al estado y al capital a intentar racionalizar los mercados de

trabajo, de insumos, de combustible y de materias primas, así como a las normas

de uso de la tierra urbana y rural, y al mercado de tierras, para reducir los costos

de producción7.

38

Los obstáculos o la escasez que tienen origen del lado de la oferta plantean

problemas especialmente difíciles a las empresas y a quienes formulan políticas

en el capitalismo cuando la economía está débil, o cuando enfrenta una crisis de

demanda o una competencia renovada por parte de otros países. El estancamiento

o la caída de la rentabilidad obliga a los capitales individuales a intentar reducir

el tiempo de retorno del capital, esto es, a acelerar la producción y reducir el

tiempo necesario para vender sus productos.

Esta obsesión por hacer dinero con rapidez cada vez mayor para compensar

la lentitud o la caída de ganancias se enfrenta, por ejemplo, a los mercados de trabajo

organizados por los sindicatos, a los mercados de petróleo influenciados por

la OPEP, y a la defensa tradicional de usos “ineficientes” del suelo y el agua por

parte de la agricultura. Por un lado, el capital dinero busca más de sí mismo cada

vez más rápido; por otro, aquello que Polanyi llamó “la sociedad”, y que nosotros

podemos designar irónicamente como normas anticuadas de uso de la tierra

y del trabajo, de la tierra y de los mercados de trabajo, combinado con la resistencia

a la racionalización capitalista por parte de los movimientos sociales y

de trabajadores, se constituye en obstáculos o “barreras a rebasar”. En última instancia,

el capital debe enfrentar la indiferencia y la inercia social.

Una de las soluciones del capitalismo a este dilema, al menos en el corto plazo,

es tan sencilla como económicamente destructiva. El capital dinero abandona

“el circuito general del capital” -esto es, el largo y tedioso proceso de arrendar

espacio para fábricas, comprar maquinaria y materias primas, alquilar tierra, localizar

la fuerza de trabajo adecuada, organizar y llevar a cabo la producción, y

poner en venta las mercancías- y encuentra la manera de involucrarse en aventuras

especulativas de todo tipo. El capital dinero, basado en la expansión del crédito,

o dinero que no puede encontrar medios de expresión en bienes y servicios

verdaderos, salta por encima de la sociedad, por así decirlo, y busca expandirse

por la vía más fácil, a través de la compra de tierras, las bolsas de valores, los

mercados de bonos y otros mercados financieros.

De aquí resulta la anomalía económica de nuestro tiempo: el valor de lo que

se demanda en concepto de plusvalía o ganancias aumenta con una rapidez mucho

mayor que el valor real del capital fijo y circulante. Esto tiende a empeorar

una mala situación económica, en la medida en que da lugar a un endeudamiento

creciente y al riesgo de una implosión financiera. También se promueve el deterioro

de las condiciones de producción ecológicas y de otro tipo, que tienden a

ser descuidadas en la medida en que el capital financiero asume la hegemonía sobre

los intereses productivos.

En términos puramente funcionales, durante períodos más tempranos del desarrollo

del capitalismo existía suficiente fuerza de trabajo precapitalista, riqueza

natural inexplotada y espacio. Esto era cierto tanto en los hechos como en términos

de la percepción de las primeras generaciones de burgueses. Los precios (fic-

39

James O’Connor

Ecología Política. Naturaleza, sociedad y utopía

ticios) de la fuerza de trabajo, los recursos naturales y el espacio eran así mantenidos

bajo control. Tampoco existían movimientos ambientalistas o movimientos

urbanos que el capital no pudiera rebasar por sí mismo (con la ayuda del imperialismo

y de la opresión estatal).

A lo largo del tiempo, el capital busca capitalizar a todo y a todos. En otros

términos, todo encuentra cabida potencial en la contabilidad capitalista. Durante

milenios, los seres humanos han venido “humanizando” la naturaleza, o creando

una “segunda naturaleza”. Esto ha sido a menudo destructivo: deforestación y ciclos

de inundaciones y sequías durante el sistema de plantaciones romano, las devastadoras

consecuencias ecológicas de las Guerras Púnicas, y el agotamiento de

los suelos y la escasez de agua en la civilización maya, constituyen ejemplos bien

conocidos.

Sin embargo, en las formaciones sociales capitalistas esta segunda naturaleza

es mercantilizada y valorizada al mismo tiempo en que está siendo degradada.

Desde el punto de vista de quienes desean que el capitalismo sea ecológicamente

sostenible, es aquí cuando empieza a aparecer el problema. Los mercados de

trabajo se tensan, y el Norte debe depender de trabajo importado del Sur, con todos

los problemas y costos económicos y sociales del caso. Ejemplos de esto se

encuentran en el costo económico de instalar nuevos inmigrantes que usan un lenguaje

diferente, y en los costos sociales del resurgimiento del racismo. Las materias

primas y los bienes comunales incontaminados se tornan escasos, elevando

lo que Marx llamaba “costos de los elementos de capital”: tal es el caso, por ejemplo,

del abastecimiento doméstico de petróleo y gas, árboles y madera, y agua

limpia, en los Estados Unidos. Y, finalmente, la infraestructura y el espacio urbanos

se tornan escasos, lo que eleva los costos de congestión, la renta del suelo y

los costos derivados de la contaminación. Los Angeles es un buen ejemplo; las

ciudades de México y Taipei son ejemplos aún mejores.

En suma, la capitalización de las condiciones de producción en general, y de

la naturaleza y el ambiente en particular, tienden a elevar el costo del capital y a

reducir su flexibilidad. Como se ha señalado, existen dos razones principales para

esto. Primero, una razón sistémica, que consiste en que los capitales individuales

tienen pocos incentivos -o no tienen incentivos del todo- para utilizar las condiciones

de producción de manera sostenible, sobre todo cuando se enfrentan a

malos tiempos económicos creados por el propio capital. Segundo, y precisamente

debido a esta primera razón, los movimientos de trabajadores, de ambientalistas

y otros movimientos sociales desafían el control del capital sobre la fuerza de

trabajo, el ambiente y lo urbano (y cada vez más también lo rural, sobre todo en

el Sur). Los ejemplos en los Estados Unidos incluyen luchas regionales contra el

uso de sustancias tóxicas, por la salud y la seguridad ocupacional, y por el derecho

a conocer; la acción directa para salvar ríos silvestres y bosques primarios, y

los movimientos contra las autopistas y contra el desarrollo urbano.

40

Expresada de manera sencilla, la segunda contradicción plantea que los intentos

de los capitales individuales por defender o restaurar sus ganancias recortando

o externalizando sus costos producen, como un efecto no deseado, la reducción

de la “productividad” de las condiciones de producción, lo cual a su vez eleva

los costos promedio. Los costos pueden aumentar para los capitales individuales

en cuestión, para otros capitales, o para el capital en su conjunto.

Así, por ejemplo, el uso de plaguicidas químicos en la agricultura disminuye

inicialmente los costos para terminar incrementándolos en la medida en que las

plagas desarrollan resistencia a tales productos, y en que el uso de los mismos

mata la vida del suelo. En Suecia se suponía que la monoproducción forestal sostenida

mantendría los costos bajos; sin embargo, resultó que la pérdida de biodiversidad

a lo largo de los años ha reducido la productividad de los ecosistemas

forestales y el tamaño de los árboles. En Estados Unidos, la energía nuclear ofreció

la promesa de reducir los costos energéticos. Sin embargo, las deficiencias en

el diseño, problemas financieros, medidas de seguridad, y sobre todo la oposición

popular a la energía nuclear, han terminado por incrementar los costos.

En lo que se refiere a las condiciones “comunitarias” de producción, las nuevas

autopistas diseñadas para reducir los costos del transporte y de la movilización

de los trabajadores tienden a elevar esos costos cuando atraen más tráfico y

generan más congestión. Y, con relación a las condiciones “personales” de producción,

es evidente que el sistema educativo norteamericano, que supuestamente

debe incrementar la productividad del trabajo, produce tanta estupidez como

aprendizaje, afectando a la vez la disciplina y la productividad.

Es importante resaltar que las condiciones de producción no son producidas

de acuerdo con las leyes del mercado. Y la regulación del mercado sobre el acceso

del capital a estas condiciones, cuando son producidas y si son producidas, es

selectiva, parcial y a menudo deficiente. Por tanto, debe existir alguna agencia cuyo

trabajo consista tanto en producir las condiciones de producción como en regular

el acceso del capital a las mismas. En las sociedades capitalistas, esa agencia

es el estado. Toda la actividad del estado, incluyendo virtualmente la actividad

de todas sus agencias y todos sus rubros presupuestarios, está vinculada de

uno u otro modo con la tarea de proveer al capital acceso a la fuerza de trabajo,

a la naturaleza, o a la infraestructura y al espacio urbanos.

En los Estados Unidos, por ejemplo, están las burocracias laborales y educativas;

el Departamento Nacional de Agricultura; el Servicio Nacional de Parques

y otras agencias estatales similares; la Oficina Nacional de Tierras y la Oficina

Nacional de Solicitudes; agencias de planificación urbana y autoridades de tráfico.

Las funciones específicamente relacionadas con las tres condiciones de producción

se enuncian a continuación.

41

James O’Connor

Ecología Política. Naturaleza, sociedad y utopía

Primero, con relación a la fuerza de trabajo, las reglamentaciones legales del

trabajo infantil y las relativas a las horas y condiciones de trabajo, y a la seguridad

en el trabajo.

Segundo, en relación con el ambiente, las leyes que regulan el acceso a tierras

federales, el desarrollo de áreas costeras, y la contaminación.

Tercero, con respecto a la infraestructura y al espacio urbanos, las leyes de zonificación,

la planificación del tráfico y las regulaciones sobre el uso de tierras.

Resulta difícil encontrar una actividad estatal o presupuestaria que no esté

vinculada de una u otra manera a una o más condiciones de producción. Esto incluye

también las funciones monetarias y militares, que protegen y facilitan el acceso

“legítimo” a recursos y mercados necesarios para empresas capitalistas mineras,

bancarias, mercantiles y de otro tipo. La guerra de George Bush en el Golfo

Pérsico es apenas el último y más dramático papel de las fuerzas armadas en

las sociedades capitalistas; en el ámbito supranacional, el Banco Mundial y el

Fondo Monetario Internacional son los ejemplos más obvios de funciones monetarias

orientadas a la expansión capitalista.

El manejo de las crisis de costos

¿Cuál es la solución a estas crisis originadas del lado de los costos, tanto desde

el punto de vista de los capitales individuales como del capital en su conjunto?

El peor caso ocurre cuando los capitales individuales, aprisionados entre costos

crecientes y una demanda decreciente, recortan aún más los costos, intensificando

a un tiempo la primera y la segunda contradicciones. Sin embargo, este resultado

no es la única posibilidad.

Como se ha señalado, en relación con el ambiente existen múltiples ejemplos

de capitales individuales que dan respuesta al consumismo verde: por ejemplo,

ante la demanda pública de reducción del desperdicio y promoción del reciclaje,

se encuentran nuevos usos para los productos desechables. Otro caso es el de las

empresas que mejoran su capital de equipamiento cuando se ven forzadas a reducir

sus contaminantes, y otro más es el de las empresas que se especializan en limpieza

ambiental.

La mejor solución para el capital en su conjunto (no para la sociedad, ni siquiera

para la “naturaleza” -lo cual presupondría una lógica de reciprocidad, no

la lógica capitalista del intercambio de valor-) consiste en reestructurar las condiciones

de producción de manera que incrementen su “productividad”. Puesto

que el estado produce o regula el acceso a estas condiciones, los procesos de reestructuración

suelen ser organizados y/o regulados por el estado. Ejemplos de esto

son la prohibición del ingreso de automóviles al centro de las ciudades, para

disminuir los costos de congestión y contaminación; el subsidio al manejo inte-

42

grado de plagas en la agricultura, para disminuir los costos de los alimentos y las

materias primas; y el cambio de énfasis de la salud curativa a la preventiva -como

en el caso de la lucha contra el SIDA en los Estados Unidos-, para disminuir

los costos de la atención sanitaria.

Sin embargo, para obtener una solución verdadera sería necesario destinar

enormes sumas de dinero a reestructurar la producción de manera que restauren

o incrementen su “productividad” y logren así disminuir los costos del capital. La

productividad de largo plazo se vería estimulada, pero a expensas de las ganancias

a corto plazo. Nuevas industrias producirían bienes ambientalmente amistosos,

transporte urbano y sistemas educacionales que -como los ejemplos antes

mencionados- disminuirían efectivamente los costos del capital y de la canasta de

consumo, además de la renta del suelo; al mismo tiempo, el nivel de demanda

agregada se vería incrementado, atacando la primera contradicción por vías potencialmente

no inflacionarias. Por contraste, si los nuevos sistemas de gestión

forestal, el gasto en control de la contaminación, la planificación urbana y demás

no tienen efecto sobre los costos, el resultado será un incremento en la demanda

efectiva y en la inflación, o una reducción de las ganancias.

Hasta aquí acerca de la idea de sostener al capitalismo; la práctica es otro

asunto. En los estados liberales democráticos, la lógica política normal del pluralismo

y el compromiso previene el desarrollo de la planificación ambiental, urbana

y social integrada. La lógica de la administración estatal o burocrática es antidemocrática

y carece por tanto de sensibilidad hacia lo ambiental como hacia

otros temas planteados desde abajo. Y la lógica del capital en auto-expansión es

anti-ecológica, anti-urbana y antisocial. La combinación de las tres lógicas resulta

contradictoria en lo que hace al desarrollo de soluciones políticas a la crisis de

las condiciones de producción. De aquí que las posibilidades de una “solución capitalista”

a la segunda contradicción sean remotas.

Dicho de otra manera, en ningún país capitalista desarrollado existe una agencia

estatal o mecanismo de planificación de tipo corporativo que se ocupe del planeamiento

ecológico, urbano y social integrado. La idea de un capitalismo ecológico,

o de un capitalismo sostenible, no ha sido teorizada siquiera de manera coherente,

por no hablar de que se haya visto plasmada en una infraestructura institucional.

¿Dónde está el estado que dispone de un plan ambiental racional? ¿De

planeamiento interurbano e intra-urbano? ¿De planificación en materia de salud

y educación vinculada orgánicamente al planeamiento ambiental y urbano? En

ninguna parte. En cambio, existen aproximaciones parciales, fragmentos de planificación

regional en el mejor de los casos, y asignación irracional de botines políticos

en el peor.

Cada día, por tanto, nuevos encabezados anuncian otra crisis de atención sanitaria,

otra crisis ambiental, otra crisis urbana. En muchas regiones, la imagen que

tenemos es la de una fuerza de trabajo cada vez más inculta, muchos de cuyos in-

43

James O’Connor

Ecología Política. Naturaleza, sociedad y utopía

tegrantes carecen de vivienda debido a los bajos salarios y los altos alquileres, y

viven atemorizados en una ciudad contaminada, inmovilizados por el hacinamiento,

y sin poder obtener ni siquiera agua potable. Esta imagen quizás no encaje en

Roma o Nueva York aún, pero se acerca a la realidad de la Ciudad de México y de

Nueva Delhi, las cuales son parte del mundo capitalista en todo sentido.

Consecuencias ecológicas de una depresión económica general

Como quiera que se defina la sostenibilidad desde una perspectiva ecológica,

una cosa parece evidente. Si el capitalismo no es sostenible en términos de las regulaciones

macroeconómicas internacionales, habrá una crisis global, una deflación

general de los valores del capital, y una depresión. Ante esta eventualidad,

nadie sabe o puede saber cómo responderán los capitales individuales, los gobiernos

y las agencias internacionales.

Puede ocurrir que grandes presiones económicas provenientes de la demanda

(o de los costos, o de ambos a la vez), surgidas a consecuencia de la sobreproducción

de capital (o de la subproducción, o de ambas) fuercen a los capitales individuales

a tratar de restaurar las ganancias mediante una mayor externalización

de sus costos, esto es, transfiriendo mayores costos al ambiente, la tierra y las comunidades,

mientras los estados y las agencias internacionales observan impotentes.

De hecho, existe amplia evidencia en el sentido de que la lentitud en el crecimiento

económico a partir de mediados de la década de 1970 ha dado lugar a

una transferencia de costos del tipo descrito, en particular, por parte de las corporaciones

transnacionales. También existe evidencia en el sentido de que en muchos

casos esto ha resultado contraproducente, en cuanto la transferencia de costos

por parte de un capital ha incrementado los costos de otros capitales. De igual

modo, puede demostrarse que en muchos casos las luchas ambientales y la regulación

ambiental han forzado a capitales individuales a internalizar costos que de

otro modo hubieran recaído sobre el ambiente. Existe una suerte de guerra en

marcha entre el capital y los movimientos ambientalistas -una guerra en la que estos

movimientos podrían tener el efecto (intencional o no) de salvar al capital de

sí mismo a la larga, al forzarlo a encarar los efectos negativos de corto plazo de

la transferencia de costos.

Por otra parte, también existe la posibilidad -por improbable que sea- de que

una verdadera depresión económica ofrezca la oportunidad de un programa general

de restauración ambiental. En los Estados Unidos de la década de 1930, el

New Deal creó las condiciones políticas para dos tipos de cambio ambiental. El

primero consistió en los esfuerzos encaminados a restaurar los suelos degradados

de las Grandes Praderas y las tierras ecológicamente deterioradas del Sur y el

Oeste. En este sentido, la depresión fue un evento ecológicamente “adecuado”.

44

El segundo tipo de cambio ambiental consistió en los esfuerzos, aún mayores,

realizados para iniciar o acelerar gigantescos proyectos de infraestructura, como

las grandes presas y otras obras hidráulicas, así como grandes puentes y túneles,

que resultaron indispensables para la urbanización en el Oeste y para la suburbanización

en todo el país después de la Segunda Guerra Mundial. Sin estos proyectos,

la suburbanización, el consumismo y la cultura del automóvil no podrían haber

florecido en las décadas de 1950 y 1960. De manera muy importante, estos

proyectos contribuyeron a crear la estructura contemporánea del consumo individual,

que es ecológicamente inadecuada.

La próxima depresión podría empeorar mucho más las condiciones ecológicas;

o podría ofrecer la oportunidad para vastas transformaciones en la estructura del consumo

individual y social como, por ejemplo, a través del desarrollo de ciudades verdes,

la integración de las ciudades con su entorno agrícola, transporte público que la

gente desee utilizar, y demás. O ambas cosas, en distinto grado, en diferentes lugares.

Lo que finalmente ocurra, por supuesto, se verá decidido por el curso de la lucha

política, la adaptación institucional y los tipos de innovación tecnológica.

Todo esto quiere decir que la destrucción ambiental, los movimientos ambientalistas

y otros movimientos sociales relacionados con ellos, las políticas y presupuestos

de gobierno, las políticas de los organismos internacionales y las condiciones

económicas, se encuentran todos tan interrelacionados entre sí como las

partes de cualquier ecosistema modelado por profesionales de la ecología. Cualquiera

que intente reflexionar acerca de estas interrelaciones se encontrará con las

mismas dificultades epistemológicas y metodológicas que enfrentan los ecólogos

cuando intentan modelar el destino de alguna especie en particular, esto es, el problema

del atomismo y el reduccionismo frente al holismo.

Peor aún: a diferencia de las águilas calvas y de los microorganismos, la gente

tiende a organizarse políticamente en ocasiones. Por tanto, el análisis de los

efectos ecológicos de una depresión general hecho a partir de una estricta aplica -

ción de la teoría de sistemas tendría una utilidad discutible. En última instancia,

todo depende del equilibrio de fuerzas políticas, de las visiones de aquellos que

desean transformar nuestras relaciones con la naturaleza y, por tanto, de las relaciones

materiales que mantenemos unos con otros -en breve, de los objetivos políticos

del movimiento ambientalista, de los trabajadores, de las mujeres, y de

otros movimientos sociales. La pregunta “¿Es posible el capitalismo sostenible?”

constituye así, tanto en primera como en última instancia, un problema político.

Las condiciones en el Sur

La crisis de las condiciones de producción es especialmente severa en el Sur:

de allí el origen del discurso sobre el “desarrollo sostenible” que se ha converti-

45

James O’Connor

Ecología Política. Naturaleza, sociedad y utopía

do en un campo de lucha ideológica y política de creciente importancia. Como se

ha visto, prácticamente todo el mundo utiliza esa expresión con intenciones y significados

diferentes.

Para los ambientalistas y los ecólogos, la “sostenibilidad” consiste en el uso

de recursos renovables únicamente, así como de bajos niveles o ausencia total de

contaminación. De hecho, el Sur podría estar más cerca que el Norte de una “sostenibilidad”

así entendida, pero el Norte posee mayores recursos de capital y tecnología

que el Sur para alcanzar ese objetivo.

El capital, por supuesto, utiliza el término para designar ganancias sostenidas,

lo que presupone la planificación de largo plazo de la explotación y el uso de los

recursos renovables y no renovables, y de los “bienes comunales globales”. Los

ecólogos definen “sostenibilidad” en términos de la preservación de sistemas naturales,

humedales, protección de las áreas silvestres, calidad del aire, y demás.

Sin embargo, estas definiciones tienen poco o nada que ver con la rentabilidad

sostenible. De hecho, hay una correlación inversa entre la sostenibilidad ecológica

y la rentabilidad de corto plazo. La “sostenibilidad” de la existencia rural y urbana,

los mundos de los pueblos indígenas, las condiciones de vida de las mujeres,

y la seguridad en los puestos de trabajo también están inversamente correlacionados

con la rentabilidad a corto plazo -si es que la historia del siglo XX tiene

algo que enseñarnos.

Con independencia del problema de si es deseable o no que el Sur siga la senda

industrial y consumista del Norte, existe la posibilidad de que lo haga. En la

India, Brasil y México (por mencionar tres casos) el capitalismo industrial se desarrolla

a cuenta de una vasta pobreza y miseria, y de la erosión de la estabilidad

ecológica, como quiera que ésta sea definida. Los países del Extremo Oriente lo

están haciendo bien, en términos económicos, y algunos países del sudeste de

Asia lo están haciendo aún mejor, en lo que se refiere al crecimiento del PBI. Sin

embargo, estas regiones aún deben probar que pueden ser potencias industriales

y pagar además buenos salarios, proporcionar condiciones decentes de trabajo,

políticas sociales progresivas y protección ambiental significativa.

La mayor parte del resto del Sur (incluyendo las colonias interiores del norte

y del este de Asia) constituye una zona de desastre económico, social y ecológico.

Existen muchas barreras al desarrollo capitalista en el Sur, como por ejemplo

mercados débiles debido a una enorme desigualdad en la distribución de la riqueza

y el ingreso, la falta de una reforma agraria que favorezca a los pequeños y medianos

agricultores, e inestabilidades en la oferta y en la demanda de materias primas.

Además, existen problemas de endeudamientos y crisis de balanza de pagos,

por no hablar de la conservación de bloques dominantes de intereses creados y de

gobiernos inestables.

46

Estos problemas existen con independencia del estado de las condiciones ecológicas

en particular, y de las condiciones de producción en general. No hace falta

decir que esta situación genera una permanente inestabilidad social y política;

nuevos patrones migratorios hacia el Norte; un incremento de los refugiados económicos

y ecológicos y demás, todo lo cual termina por convertirse en problemas

para el Norte.

Posibilidades políticas

La mayoría de las administraciones de centroderecha y derecha que han gobernado

el mundo desde fines de la década de 1970 y principios de la de 1980, y

a lo largo de la de 1990, son incapaces de dirigir el desarrollo capitalista de manera

que mejoren las condiciones de vida y trabajo, las ciudades o el ambiente.

Estos gobiernos están demasiado comprometidos con la tarea de expandir el “libre

mercado” y la división internacional del trabajo; desregular y privatizar la industria;

imponer “ajustes” económicos en el Sur y “terapias de choque” en los antiguos

países socialistas, marginando de este modo a la mitad de la población de

algunos países del Tercer Mundo, y pretendiendo que el “mercado” y el neoliberalismo

en general resolverán la creciente crisis económica. En general, las cosas

empeorarán antes de que mejoren, sobre todo en el Sur.

Entretanto, se ha producido un crecimiento de diversos movimientos “verdes”

y “rojiverdes” en diversos países. Algunas centrales sindicales en determinados

países están planteando problemas ambientales con mayor seriedad. Por otra parte,

los movimientos ambientalistas plantean hoy temas políticos y sociales que

hace cinco o diez años ignoraban o subestimaban. En una multiplicidad de formas,

el movimiento de los trabajadores y las feministas, los movimientos urbanos,

los movimientos ambientalistas y los de minorías oprimidas se han organizado

en torno a los grandes problemas de las condiciones de vida.

Si bien las perspectivas de un capitalismo sostenible son precarias, podría haber

motivos de esperanza para algún tipo de socialismo ecológico -una sociedad

que preste verdadera atención a la ecología y a las necesidades de los seres humanos

en su vida cotidiana, así como a temas feministas, a la lucha contra el racismo

y los problemas generales de la justicia social y la equidad. Globalmente,

es en torno a estos temas que existe movimiento y organización, agitación y acción,

lo cual puede ser explicado en términos de las contradicciones del capitalismo

y de la naturaleza del estado capitalista antes discutidas.

Políticamente, esto quiere decir que, más temprano que tarde, el movimiento

de los trabajadores, el feminismo, el ambientalismo, el movimiento urbano y

otros movimientos sociales necesitarán combinarse en una sola y poderosa fuerza

democrática -una fuerza que sea políticamente viable y capaz, también, de re-

47

James O’Connor

Ecología Política. Naturaleza, sociedad y utopía

formar la economía, la política y la sociedad8. Por separado, los movimientos sociales

son relativamente impotentes ante la fuerza totalizadora del capital global.

Esto sugiere la necesidad de tres estrategias generales relacionadas entre sí.

La primera consiste en el desarrollo consciente de una esfera pública común,

un espacio político, una suerte de poder dual, en el que las organizaciones de las

minorías, de los trabajadores, de las mujeres, de los movimientos urbanos y de

los ambientalistas puedan trabajar económica y políticamente. Aquí podrían desarrollarse

no ya las alianzas tácticas temporales entre movimientos y dirigentes

de movimientos que tenemos hoy, sino alianzas estratégicas, incluyendo alianzas

electorales. Una sociedad civil fuerte, que se defina a sí misma en términos de sus

“bienes comunales”, su solidaridad y sus luchas contra el capital y el estado, así

como de impulsos y formas democráticas al interior de alianzas y coaliciones de

movimientos organizados -y dentro de cada organización- es el primer prerrequisito

de una sociedad y una naturaleza sostenibles.

El segundo prerrequisito consiste en el desarrollo consciente de alternativas

económicas y ecológicas dentro de esta esfera pública, o estos “nuevos bienes comunales”

-alternativas como ciudades verdes, producción que no contamine, formas

biológicamente diversificadas de silvicultura y agricultura y demás, cuyos

detalles técnicos son cada vez más y mejor conocidos hoy. El tercero consiste en

organizar luchas para democratizar los centros de trabajo y la administración del

estado, de modo que se puedan situar dentro del cascarón de la democracia liberal

contenidos sustantivos de tipo ecológico, progresivo. Esto presupone que los

movimientos no sólo utilicen medios políticos para lograr objetivos económicos,

sociales y ecológicos, sino además que coincidan en los objetivos políticos mismos,

en especial en la democratización de algunos aparatos de estado nacionales

e internacionales, y en la eliminación de otros.

Estas ideas podrían parecer tan irreales como la de un capitalismo sostenible.

Quizás ése sea el caso. Sin embargo, debemos recordar que mientras las estructuras

existentes del capital y del estado sólo parecen ser capaces de reformas ocasionales,

los movimientos sociales crecen día a día en todo el mundo -de aquí que

en algún momento exista la posibilidad de una crisis social y política generalizada,

en la medida en que las demandas de estos movimientos chocan con las estructuras

políticas y económicas existentes, orientadas hacia la ganancia. Al llegar

ese momento, aparecerán toda clase de “formas sociales mórbidas”.

Algunos dirán que esto es precisamente lo que está ocurriendo en nuestros

días -que los tejidos político y social se están desgarrando, y que el resurgimiento

del racismo, el nativismo, la discriminación contra los trabajadores extranjeros,

las represalias machistas y anti-ambientalistas, y otras actitudes y tendencias

reaccionarias, se están transformando en peligros cada vez mayores. Otros vinculan

el renacimiento del populismo de derecha y la reacción a giros derechistas en

las principales corrientes políticas y económicas. Existen otros análisis de la ac-

48

tual situación política mundial -incluyendo el que afirma que el planeta asiste a

una guerra de los ricos contra los pobres, una rebelión de los acomodados contra

las demandas de los desposeídos, el estado de bienestar, las políticas económicas

redistributivas, y demás por el estilo. Incluso, todo esto puede ser cierto.

Cualquiera sea el caso, desde el punto de vista de los progresistas, “verdes-rojos”

o izquierdistas, y de las feministas, lo que menos necesitamos es faccionalismo,

sectarismo, “líneas correctas” -en cambio, necesitamos examinar críticamente

todas las fórmulas políticas desgastadas por el tiempo y desarrollar un espíritu

ecuménico para “celebrar nuestros bienes comunales, viejos y nuevos, tanto como

nuestras diferencias”.

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James O’Connor

Ecología Política. Naturaleza, sociedad y utopía

Bibliografía

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Massachusetts: MIT Press).

O’Connor, James 1998 “Is sustainable capitalism possible?”, en Natural Cau -

ses. Essays on ecological marxism (New Yok, London: The Guilford Press).

Polanyi, Karl (1944) La Gran Transformación (Nueva York: Farrar y Rinehart).

Notas

1 (Goldsmith, 1991: 94). La mayor parte de la madera en los Estados Unidos

es producida en plantaciones industriales.

2 El trigo ha sido alterado genéticamente por la Universidad de la Florida y la

Compañía Monsanto para incrementar los rendimientos. Para ello, se introdujo

en el trigo un gen externo, que produce una enzima que hace a muchos herbicidas

inofensivos para la planta. Todos los cultivos -maíz, arroz, soja y otros

alimentos, incluyendo una papa que mata a su propio parásito, el escarabajo

de la papa de Colorado, al emitir una proteína fatal para el insecto- ya han sido

genéticamente alterados. Por supuesto, el gen introducido en el trigo es un

secreto comercial (New York Times, 28/5/1992).

3 No se trata ya únicamente de que el capital se apropie de loque se encuentra

en la naturaleza, para descomponerlo y recombinar sus elementos en una mercancía,

sino más bien de crear algo que antes no existía. Estoy consciente de

que no existe una línea divisoria clara entre ambas cosas pero, aun así, existe

una diferencia cualitativa que se hace evidente al comparar los extremos.

4 Todas las teorías del crecimiento presuponen ciertas relaciones entre la economía

“verdadera” y la del dinero, la producción física y los ingresos, y los

incrementos en la inversión y el consumo de bienes, por un lado, y las ganancias

y salarios, por el otro. Las desproporciones entre las tasas de inversión y

consumo, y de ganancias y salarios, pueden ocasionar problemas económicos

(“crisis de desproporcionalidad”). El principal tipo de crisis inherente al capitalismo,

sin embargo, es la “crisis de realización”. Los marxistas perciben las

crisis como inherentes al capitalismo. Sin embargo, el sistema sólo es dependiente

de las crisis en el sentido de que la crisis obliga a la reducción de costos,

la “reestructuración”, los despidos masivos y otros cambios que hacen al

sistema más “eficiente”, esto es, más rentable. Marx escribió que “el capital

se acumula mediante las crisis”, indicando que las crisis constituyen oportunidades

tanto para la liquidación de algunos capitales como para la aparición

de nuevos capitales y la reorganización de viejos capitales; esto, sin mencio-

50

nar la difusión de tecnología nueva y más “eficiente” en el sistema (como la

informática). Antes del desarrollo de la economía ecológica, el problema de

definir con precisión qué es el crecimiento era generalmente desdeñado. Hoy,

muchos economistas están dispuestos a admitir que el crecimiento no sólo incluye

algún vector de producción (bienes, servicios, incremento de inventarios

de bienes duraderos) sino, además, la generación de “desechos” y el incremento

de los inventarios de desechos duraderos. Esto complica aún más un

sistema de contabilidad de ingresos ya de por sí complejo y arbitrario.

5 “De la manera más sencilla” en parte debido a que, si bien existe una tendencia

general que lleva a las tasas de ganancia de diferentes industrias a ser

comparables en términos muy generales (a través del movimiento del capital

desde los sectores de baja rentabilidad hacia los de rentabilidad elevada), las

tasas de ganancia varían mucho entre una industria y otra, e incluso entre una

y otra unidad de capital. Existen muchas razones para esto, entre las cuales (y

cabe considerarla la más importante) está la de que los grandes capitales no

sólo se apropian de ganancias mayores -definidas en términos absolutos o totales-

que las que corresponden a los pequeños capitales, sino además a que

los grandes “obtienen” una tasa de ganancia mayor que la de los pequeños.

Esto se debe a que normalmente los capitales pequeños no pueden competir

con los grandes, mientras los grandes sí pueden competir con los pequeños, y

entre sí.

6 “Inadvertidamente”, porque Marx utilizó el concepto de “condiciones de

producción” de maneras diferentes e inconsistentes; nunca soñó con que el

concepto podría ser utilizado, o lo sería, como lo hago en este capítulo, y nadie

podría haberlo utilizado así antes de que apareciera La Gran Transforma -

ción, de Karl Polanyi (1944).

7 Esta “racionalización” también incluye la “reprivatización”, definida como

un giro del trabajo pagado al trabajo no pagado en el hogar y en la comunidad,

o el renacimiento de las ideologías de “autoayuda” que descargan una

parte mayor del peso de la reproducción de la fuerza de trabajo y de las condiciones

urbanas y ambientales de vida sobre lo que Martin O’Connor llama

“subsistencia autónoma”, siempre un soporte fundamental de la acumulación

capitalista, que asume mayor importancia en períodos de crisis. El asunto conduce

al problema, más amplio, de si el trabajo doméstico equivale a la explotación

de las mujeres por los hombres, funciona como un subsidio al capital,

etc., temas que fueron muy debatidos por feministas, marxistas y marxistas feministas

en la década de 1970.

8 Nadie sabe ni puede saber en qué momento se desarrollará “una sola y poderosa

fuerza democrática” o, incluso, si llegará a desarrollarse del todo. Será

necesario ofrecer respuesta a preguntas muy difíciles, en la teoría y en la

práctica. Por ejemplo, si el concepto mismo de tal “fuerza” se encuentra fatal-

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James O’Connor

Ecología Política. Naturaleza, sociedad y utopía

mente arraigado en el terreno de la tradición modernista/humanista de la filosofía

política occidental, una tradición “liberal” que ha sido en realidad poco

tolerante con la “diferencia”, si bien permanece firmemente arraigada en lo

que atañe a los derechos del individuo frente al estado. Algunos, como dijera

Martin O’Connor, creen que es importante “en este momento del tiempo, esto

es, a fines del siglo XX, explorar lo que significa contar con la coexistencia

de muchas voces, a menudo discordantes, que coinciden en su repudio a

la dominación del capital aunque difieren en muchas otras cosas. Este es un

aspecto del realismo, de cosas que “probablemente empeorarán antes de que

mejoren”. Personalmente, estoy de acuerdo, siempre y cuando se entienda que

podría no haber tiempo para atender a todas las tensiones, y escuchar a plenitud

y mutuamente la pluralidad de las voces, las diferentes bases de conocimiento,

etc. presentes entre y dentro de los movimientos sociales hoy existentes.

La necesidad de la unidad contra el capital y por una sociedad ecológica,

libre de explotación y socialmente justa podría ser demasiado grande, dada la

configuración de fuerzas políticas del presente, para demorar el desarrollo de

una estrategia política unificada realmente capaz de confrontar al capital global

y el cuasi-estado global en desarrollo (es decir, el FMI, el Banco Mundial).

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