¿Es posible el capitalismo sostenible? *
James O’Connor**
* Traducción realizada por el Profesor Guillermo Castro Herrera.
** Profesor de la Universidad de California. Editor de la revista Capitalism, nature, socialism.
Ecología Política. Naturaleza, sociedad y utopía
Introducción
Hay pocas expresiones tan ambiguas como las de “capitalismo sostenible” y otros conceptos asociados, tales como “agricultura sostenible”, “uso sostenible de la energía y los recursos” y “desarrollo sostenible”.
Esta ambigüedad recorre la mayor parte de los principales discursos contemporáneos sobre la economía y el ambiente: informes gubernamentales y de las Naciones Unidas; investigaciones académicas; periodismo popular y pensamiento político “verde”. Esto lleva a muchas personas a hablar y escribir acerca de la “sostenibilidad”: la palabra puede ser utilizada para significar casi cualquier cosa que uno desee, lo que constituye parte de su atractivo.
“Capitalismo sostenible” tiene una connotación a la vez práctica y moral. ¿Existe acaso alguien en su sano juicio que pueda oponerse a la “sostenibilidad”? El significado más elemental de “sostener” es “apoyar”, “mantener el curso”, o “preservar un estado de cosas”. ¿Qué gerente corporativo, ministro de finanzas o funcionario internacional a cargo de la preservación del capital y de su acumulación ampliada rechazaría asumir como propio este significado? Otro significado es el de “proveer de alimento y bebida, o de medios de vida”. ¿Qué trabajador urbano mal pagado, o qué campesino sin tierra rechazaría este significado? Y otra definición es la de “persistir sin ceder”. ¿Qué pequeño agricultor o empresario no se resiste a “ceder” ante los impulsos expansionistas del gran capital o del estado, enorgulleciéndose por su “persistencia”?
Estamos en presencia de una lucha a escala mundial por determinar cómo serán definidos y utilizados el “desarrollo sostenible” o el “capitalismo sostenible” en el discurso sobre la riqueza de las naciones. Esto quiere decir que la “sostenibilidad” es una cuestión ideológica y política, antes que un problema ecológico y económico.
El análisis que se hace aquí utiliza el término “sostener” en los tres sentidos indicados: “sostener el curso” de la acumulación capitalista a escala global; “proporcionar medios de vida” a los pueblos del mundo, y “sostenerse sin ceder” por parte de aquellos cuyas formas de vida están siendo subvertidas por las relaciones salariales y mercantiles. En esta perspectiva, el problema del capitalismo sostenible se refiere en parte a la posibilidad -o no- de que la sostenibilidad definida de estas tres maneras pueda ser alcanzada, y a cómo podría lograrse tal cosa.
Existe un cuarto sentido para “sostener”: el que se refiere a la “sostenibilidad ecológica”, aún cuando es escaso el acuerdo entre los científicos de la ecología respecto al significado preciso de esta expresión. Por ejemplo, la biodiversidad o la “salud del planeta” rara vez son problematizadas en términos de la ciencia ecológica y de las ideologías subyacentes a esta ciencia, como tampoco ocurre con la expresión “crisis ecológica”, tan ampliamente utilizada por escritores populares sin el beneficio de una definición precisa.
Los ecólogos de poblaciones y los biólogos de la conservación correlacionan por lo general cambios en la población de una determinada especie, cambios en la “capacidad de carga”, definida de manera estrecha en términos de las necesidades de esa especie, y algún coeficiente que mide la relación entre la especie y la capacidad de carga en cuestión por un lado, y el resto del ecosistema del que esa especie podría depender por el otro. Todos estos términos poseen alguna capacidad explicativa. Sin embargo, tal multiplicidad de determinantes implica que no existe forma evidente de saber con certeza si las amenazas a una especie provienen de ella misma, por así decirlo, o de transformaciones en el conjunto del ecosistema debido, por ejemplo, a la intrusión de otras especies. Si esto es así, hablar acerca de la “sostenibilidad” de especies en particular puede resultar menos preciso de lo que parecía a primera vista, y el concepto de “crisis ambiental” puede resultar más problemático.
Estas ambigüedades se acentúan cuando los ecólogos o los Verdes combinan las dimensiones social y económica con la biofísica, y debaten acerca de la “sostenibilidad” de ecosistemas o regiones enteras. En la región de la bahía de Monterrey, California, por ejemplo, la excesiva extracción de aguas subterráneas ha hecho disminuir el nivel de los acuíferos, ocasionando salinización debido al agua de mar, lo que a su vez amenaza la viabilidad de la agricultura. ¿Constituye esto una “crisis”?
En términos económicos no, si la región importa agua. De hecho, el agua importada puede insuflar nueva vida a la agricultura local y al desarrollo industrial, comercial y residencial. “Agricultura sostenible” significa una cosa desde una perspectiva biorregional estricta, y otra si la perspectiva es ampliada para incluir a otras biorregiones. En este caso particular, el debate en torno al agua tiene que ver menos con la “sostenibilidad” del capital agrícola local y de la calidad del agua, y más con normas de juicio relativas al tipo de comunidad y de cultura que los habitantes de la región desean tener: en el caso de Pajaro Valley, por ejemplo, se trata de escoger entre preservar su actual sabor mexicano, o abrirlo más a la población trabajadora de Silicon Valley, al otro lado de la cordillera litoral.
Si se define “sostener” de estas cuatro maneras, la respuesta breve a la pregunta “¿es posible el capitalismo sostenible”? es “no”, y la larga es “probablemente no”. El capitalismo tiende a la autodestrucción y a la crisis; la economía mundial crea una mayor cantidad de hambrientos, de pobres y de miserables; no se puede esperar que las masas de campesinos y trabajadores soporten la crisis indefinidamente y, como quiera que se defina la “sostenibilidad”, la naturaleza está siendo atacada en todas partes.
En este artículo se examina alguna evidencia relativa al problema del “capitalismo “sostenibilidad” planteados por los Verdes y por el sector empresarial. Ofrecemos un breve recuento de las condiciones de sostenibilidad económica (o de rentabilidad y acumulación), para discutir enseguida la “primera” contradicción del capitalismo -o contradicción “interna”-, y la naturaleza de la acumulación capitalista, cargada de episodios de crisis y dependiente de las crisis. A esto se agrega un breve examen del proceso de formación de una crisis mundial en la década de 1980, y se plantea que las perspectivas de una gestión económica global son tan endebles como las de una regulación ambiental global.
A partir de lo anterior, se aborda otro problema en apariencia insoluble para el capitalismo: la “segunda” contradicción, esto es, la reducción de las “ganancias marginales” generada por la contradicción entre el capital y la naturaleza (y otras condiciones de producción), asociada a los efectos económicos adversos para el capital que surgen del ambientalismo y otros movimientos sociales. Desde aquí se discuten las formas mediante las cuales el capitalismo intenta enfrentar estas crisis. La capacidad del capital para enfrentar con éxito tanto la “primera” como la “segunda” contradicción es limitada, debido a la naturaleza del estado liberal democrático y del propio capital. Se subraya lo incierto de las consecuencias
políticas -y por tanto económicas y ecológicas- de una depresión económica generalizada. Por último, tras un breve examen de las condiciones ambientales en los países pobres (el Sur), se delinean algunas conclusiones sobre las posibilidades de movimientos ambientalistas sociales y políticos radicales, o “verdes rojos”. Si bien se plantea que las perspectivas para alguna clase de “socialismo ecológico” no son buenas, las de un “capitalismo sostenible” pueden ser aun más remotas.
La política ambiental y el discurso de la sostenibilidad
La evidencia favorece la idea de que el capitalismo no es sostenible desde el punto de vista ecológico, a pesar de la reciente avalancha de charlas sobre “productos verdes”, “consumo verde”, “forestería selectiva”, “agricultura baja en insumos” y demás. Durante la campaña por la presidencia de 1992, ninguno de los tres candidatos principales hizo del “ambiente” un tema relevante. A partir de la victoria de Bill Clinton, el nuevo gobierno de los Estados Unidos ha aceptado compromisos en temas que van desde el uso de tierras federales para pastoreo hasta la tala de bosques antiguos y la lucha contra la contaminación, abandonando
a menudo métodos de control de la contaminación de eficacia ya probada a favor de “soluciones de mercado”.
Los gobiernos estatales y locales desdeñan el ambiente en su competencia por atraer capital escaso. En la legislación federal, se hace más estrecha la definición de “humedales”, al igual que la de “especies en peligro”. La salud ocupacional y la preservación de la seguridad laboral son saboteadas. Se mercantilizan más los parques nacionales y estatales en la medida en que los gerentes buscan maneras de obtener beneficios. Mientras la industria nuclear se encuentra momentáneamente estancada, algunas industrias de bienes de capital, como la del papel y la pulpa, han empezado a instalar tecnologías más limpias; la agricultura orgánica se ha visto beneficiada por un aumento del interés de los consumidores en productos libres de pesticidas; la mayoría de los dirigentes sindicales se oponen o son indiferentes a las demandas planteadas por los ambientalistas; y las grandes organizaciones ambientalistas tradicionales (con dos o tres notables excepciones) están más dispuestas a comprometer sus posturas en nombre del “crecimiento económico”.
En la mayor parte de los países, los partidos verdes siguen siendo pequeños o comprometen sus posiciones en la política local o nacional. En Europa, el ambiente no figura entre las preocupaciones de los burócratas que dirigen la poderosa Comisión Europea, a pesar de la representación de los Verdes en el Parlamento Europeo. Los acuerdos internacionales sobre el desgaste de la capa de ozono son débiles, y en materia de calentamiento global son meramente simbólicos.
Los acuerdos relativos a la protección de los “bienes comunitarios” del mundo -cuencas, bosques, ríos, lagos, costas, océanos y calidad del aire- suelen ser honrados en lo fundamental. La caza de ballenas puede reiniciarse, y en todas partes los pescadores demandan agotar la riqueza del mar. El petróleo tiene más importancia que nunca como riqueza económica y poder nacional. Las empresas energéticas y mineras (que a menudo son las mismas) se encaminan a la explotación masiva de mayores cantidades de recursos minerales, desde Wisconsin hasta Siberia.
En el Sur, muchos gobiernos están más que dispuestos a vender sus derechos de primogenitura a las corporaciones transnacionales en nombre del “desarrollo”, a menudo bajo la presión de grandes deudas externas, mientras las grandes masas de campesinos sin tierra y de pequeños propietarios rurales, y los pobres de las ciudades, se ven forzados a saquear y agotar recursos y a contaminar el agua y el aire respectivamente, tan sólo para sobrevivir. Los expedientes ambientales de los “tigres” asiáticos, los “cachorros” del Sudeste de Asia, y de México, Brasil y otros centros de crecimiento latinoamericanos, no son muy estimulantes.
Hablando en términos prácticos, un paso necesario hacia el capitalismo sostenible -definido de una u otra manera como “ecológicamente racional o sagaz”- consistiría en presupuestos nacionales que obligaran a pagar impuestos elevados sobre insumos de materias primas (por ejemplo carbón, petróleo, nitrógeno) y sobre ciertos productos (automóviles, productos plásticos, envases desechables), complementados con una política de etiqueta verde que eximiría de impuestos a los productos genuinamente verdes (definidos según su bajo impacto ecológico en cada etapa del proceso de producción, distribución y consumo).
Otro paso consistiría en políticas nacionales de gasto que subsidien masivamente a la energía solar y a otras fuentes alternativas y benignas de energía; la investigación tecnológica encaminada a eliminar productos químicos tóxicos y otras sustancias en su fuente de origen; innovaciones en materia de tránsito masivo, salud ocupacional y seguridad laboral, y procedimientos de control y cumplimiento en los ámbitos nacional, regional y comunal; y una redefinición y reorientación generales de las prioridades en materia de ciencia y tecnología. Este tipo de presupuesto verde -con los cambios apropiados en los métodos de cálculo del ingreso nacional- no está siendo desarrollado en ninguna parte del mundo, salvo en el papel por parte de un pequeño grupo de economistas y activistas verdes.
A nivel del discurso sobre la “sostenibilidad”, las perspectivas para un capitalismo ecológicamente sagaz, que los Verdes puedan reconocer como tal, parecen problemáticas en el mejor de los casos. De hecho, tras una aparente convergencia de vocabulario, existe un desencuentro o brecha entre el discurso verde y el capitalista, enfrentados en un diálogo de sordos.
Un problema consiste en que el discurso de buena parte del movimiento ambientalista o, al menos, mostrar una imagen pública verde. Este discurso aspira a encontrar vías que lleven a las corporaciones a reformar sus prácticas económicas, haciéndolas compatibles con la sostenibilidad de los bosques y su biodiversidad, la calidad del agua, la preservación de la vida silvestre, las condiciones atmosféricas, y demás. Aquí, la atención se concentra en los procesos de producción, la tecnología, el reciclaje y la reutilización y la eficiencia energética, así como en problemas de carácter más general, relacionados con la estructura del consumo, el financiamiento, el mercadeo y la organización corporativa. Por ejemplo, el World Resources Institute, de orientación reformista, planteó hace poco que la sostenibilidad presupone “una transformación sin precedentes” de la tecnología. Para los Verdes reformistas, por tanto, el problema consiste en cómo rehacer el capital en términos adecuados a la sostenibilidad de la naturaleza.
En las salas de reunión de las corporaciones, sin embargo, el problema se discute en otros términos. En un nivel superficial, el problema simplemente consiste en cómo presentar una imagen verde verosímil a los consumidores y al público -por ejemplo, la industria química norteamericana planeó gastar diez millones de dólares en 1992 para presentarse a sí misma como ambientalmente razonable y amistosa (New York Times, 12/8/1992). Se trata también de cómo reformar la producción de modo que se ahorren energía y materias primas, lo que constituye un problema esencialmente económico. Lejos de ser un problema para el capital
en su conjunto, la eficiencia en el uso de la energía y de los materiales durante un período de lento crecimiento es económicamente deseable, y quizás lo sea también en lo ecológico. Para citar un caso, el 75% del aluminio producido por empresas norteamericanas proviene de envases y otros productos reciclados. Otro caso es el de nuevas prácticas en la industria de la madera, que produce postes y vigas a partir de árboles demasiado pequeños para ser convertidos en tablas, utilizando así lo que de otra manera sería un desecho. Del mismo modo, la retórica del “reciclaje” y los precios (selectivos) pueden ser utilizados para facilitar nuevas olas de obsolescencia planificada bajo el estandarte de la amistad hacia el ambiente -legitimando así el consumismo y preservando la rentabilidad.
Sin embargo, a un nivel más profundo, las corporaciones construyen el problema ambiental de un modo que resulta el extremo opuesto de lo que los Verdes suelen pensar acerca de la reforma. Se trata, aquí, del problema de rehacer la naturaleza de maneras consistentes con la rentabilidad sostenible y la acumulación de capital. “Rehacer la naturaleza” significa mayor acceso al medio natural, como “fuente” y como “vertedero”, lo cual tiene dimensiones políticas e ideológicas, así como económicas y ecológicas: por ejemplo, el asalto a las formas de vida de los pueblos indígenas.
“Rehacer la naturaleza” también significa volverla a trabajar o reinventarla, lo cual plantea aspectos políticos e ideológicos de importancia. Los ejemplos incluyen “plantaciones industriales maduras” de pino y abeto en el sureste y el noroeste de los Estados Unidos -un monocultivo que ha sido llamado “el equivalente forestal del ambiente urbano de edificación en altura” (Goldsmith, 1991: 94)1; la alteración genética de alimentos para reemplazar las pérdidas de cosechas y aumentar el rendimiento de la tierra2; microorganismos utilizados en la industria de los semiconductores para que “coman” desechos tóxicos, y plantas alteradas que limpian el suelo contaminado con plomo y otros metales. Cada uno de estos ejemplos, sin embargo, plantea sus propios peligros: la plantación forestal destruye la diversidad biológica, mientas los cambios genéticos en los alimentos y el uso de microorganismos para reducir costos contienen peligros biológicos desconocidos.
Aquí entramos en un mundo en el que el capital no se limita a apropiarse de la naturaleza, para convertirla en mercancías que funcionan como elementos del capital constante y del variable (para utilizar categorías marxistas). Se trata más bien de un mundo en el que el capital rehace a la naturaleza y a sus productos biológica y físicamente (y política e ideológicamente) a su propia imagen y semejanza3.
Una naturaleza precapitalista o semi-capitalista es transformada en una naturaleza específicamente capitalista. Y así como el movimiento de los trabajadores impone al capital la necesidad de pasar de un modo de producción de valor basado en la plusvalía absoluta a otro de plusvalía relativa -por ejemplo, pasando de la ampliación de la jornada de trabajo a la reducción del costo de los salarios-, el movimiento verde puede estar forzando al capital a poner fin a su primitiva explotación de la naturaleza precapitalista, rehaciendo la naturaleza a la imagen del capital -también para disminuir los costos del capital, en especial los de reproducción de la fuerza de trabajo (o el costo de los salarios).
Visto de esta manera, en algún momento del futuro la naturaleza se tornará irreconocible como tal, o como la percibe la mayoría de las personas. Será, más bien, una naturaleza física tratada como si estuviera regida por la ley del valor y el proceso de acumulación capitalista mediante crisis económicas, como la producción de lápices o de comida rápida. La teoría del discurso tendrá mucho que decir, en ese momento, acerca del problema de la sostenibilidad, tal como lo hacen hoy la economía política y la ciencia ecológica. La razón consiste en que el proyecto capitalista de rehacer la naturaleza, aún en su infancia, es también un proyecto encaminado a rehacer (según parece) la ciencia y la tecnología a imagen del capital.
Lo que esta imagen sea o llegue a ser dependerá de complejos problemas de representación,
imágenes de la naturaleza, y de problemas de solidaridad social, legitimación y poder dentro de las comunidades científicas y universitarias.
Crisis de demanda: expansión y consumo. Una respuesta sistemática a la pregunta sobre la posibilidad de un capitalismo sostenible es: “no, a menos y hasta que el capital cambie su rostro de manera que pudieran tornarlo irreconocible para los banqueros, los gerentes de finanzas, los inversionistas de riesgo y los gerentes generales que se miran al espejo hoy”. La justificación de esta afirmación, ampliamente negada por políticos nacionales y por voceros de las grandes corporaciones, exige un breve recuento del funcionamiento del capitalismo, por qué funciona cuando lo hace, y por qué no funciona cuando no lo hace.
Hasta el surgimiento de la economía ecológica -la cual, aunque cuenta con precursores desde hace más de un siglo, aún tiene una presencia apenas marginal en la profesión-, los economistas debatían la sostenibilidad del capitalismo en términos puramente económicos, como capital de inversión, inversión y consumo, ganancias y salarios, costos y precios. En los modelos de crecimiento económico, el mundo físico o material aparecía sobre todo de dos maneras: primero, en forma de la teoría de la localización y la renta; segundo, bajo el concepto de “acelerador”, o de la cantidad de producto físico que la nueva capacidad productiva podría generar (por ejemplo, a una determinada tasa de uso, se necesitan tantas máquinas para producir tantos refrigeradores).
Desde un punto de vista económico, el capitalismo sostenible debe ser necesariamente un capitalismo en expansión, y como tal debe ser representado. Una economía capitalista basada en lo que Marx llamaba “reproducción simple” y lo que muchos Verdes llaman “mantenimiento” es una total imposibilidad -salvo en lo relativo a la fuerza de trabajo de mantenimiento doméstico, que no recibe paga, y al trabajo asalariado organizado por el estado. Las ganancias que ofrece el mantenimiento son mínimas, o no existen; la sostenibilidad capitalista depende de la acumulación y las ganancias. Una tasa general positiva de ganancia significa crecimiento del producto total (“producto nacional bruto”, según lo miden los sistemas capitalistas de contabilidad).
La ganancia, por ejemplo, es el medio de expansión de nuevas inversiones y tecnologías. La ganancia también funciona como un incentivo a la expansión. La ganancia y el crecimiento, por tanto, mantienen una relación de medios y fines, contenido y contexto, y el gerente financiero promedio no se preocupa en realidad por la diferencia entre ambos. Si bien existen muchas variantes de la teoría del crecimiento económico, todas presuponen que el capitalismo no puede permanecer inmóvil, que el sistema debe expandirse o contraerse o, en otras palabras, que alienta las crisis tanto como depende de ellas y que, en última instancia, debe “acumular o morir”, según lo dijera Marx4.
En el modelo más sencillo (e ingenuo) del capitalismo, la tasa de crecimiento o tasa de acumulación de capital depende de la tasa de ganancia5. A mayor tasa de ganancia (mientras todo lo demás permanece igual), más sostenible es el capitalismo.
Una tasa de ganancia negativa genera problemas económicos: al menos una recesión, y en el peor de los casos una crisis general, deflación de los valores del capital, y una depresión. En este modelo, cualquier persona o situación que interfiera con las ganancias, la nueva inversión y la expansión de los mercados amenaza la sostenibilidad del sistema al crear el riesgo de una crisis económica de consecuencias económicas, sociales y políticas desconocidas e inimaginables.
En la teoría marxista tradicional, el capital es el peor enemigo de sí mismo. El capital pone en riesgo su propia sostenibilidad debido a lo que Marx llamó la “contradicción entre la producción social y la apropiación privada”. Una interpretación de esta contradicción es la de que mientras mayor sea el poder del gran capital sobre los trabajadores, mayor será la explotación del trabajo (o la tasa de plusvalía), y mayores serán las ganancias potenciales producidas. Sin embargo, por esta misma razón también serán mayores las dificultades para realizar estas ganancias potenciales en el mercado, o para vender bienes a precios que reflejen los costos de producción más la tasa promedio de ganancia.
Aquí se identifica la contradicción entre el poder político del capital y la capacidad de la economía capitalista para funcionar sin problemas (o, en un caso límite, simplemente para funcionar). Esta “primera contradicción del capitalismo” (o “realización” o “crisis de demanda”) plantea que el intento de los capitales individuales de defender o restablecer sus ganancias incrementando la productividad del trabajo, aumentando la rapidez de los procesos productivos, disminuyendo los salarios o acudiendo a otras formas usuales de obtener mayor producción con un menor número de trabajadores, y pagándoles menos además, termina por producir, como un efecto no deseado, una reducción en la demanda final de bienes de consumo. Una menor cantidad de trabajadores, técnicos y otras personas vinculadas al proceso de trabajo produce más y, por tanto, está por definición en menor capacidad de consumir, descontando una deflación de los precios. De este modo, mientras mayores son las ganancias producidas, o la explotación del trabajo, menores son los beneficios realizados, o demanda de mercado, si todos los demás factores permanecen sin cambios. Por supuesto, los demás factores cambian constantemente: déficits en el presupuesto gubernamental, crédito hipotecario y de consumo, préstamos para negocios y una política exterior agresiva en materia comercial y financiera, entre otras posibilidades, pueden estimular la demanda para mantener “sostenible” al capitalismo.
Hoy en día, una economía sostenible presupone un sistema político y económico global con capacidad para identificar y regular esta “primera” contradicción -o contradicción “interna”- del capitalismo. Esto significa, en primer término y sobre todo, la capacidad para la regulación macroeconómica a escala global o, al menos, entre las potencias económicas del Grupo de los Siete (G7). Se trata, en otros términos, de un keynesianismo global del tipo instalado en las principales economías nacionales entre la década de 1950 y fines de la de 1970. Definido de esta manera práctica e inmediata, el capitalismo mundial podría resultar mucho menos sostenible de lo que piensan muchos economistas.
En primer lugar, los sistemas nacionales de regulación keynesiana se han debilitado o autodestruido desde fines de la década de 1970. En segundo lugar, el papel central de los Estados Unidos en la economía global hasta el período final de la Guerra Fría -como una suerte de caja registradora del mundo- se acerca a su fin. Esto significa que, hasta la débil recuperación de la recesión de 1990-1991, la economía norteamericana se veía impulsada por el gasto de consumo y el gasto militar, y por el endeudamiento público y privado. La recuperación posterior a 1991, sin embargo, es la primera desde 1876 que se ve encabezada por el gasto en exportaciones, con el gasto en inversión en un cercano segundo lugar. Todas
las recuperaciones recientes de Alemania se han apoyado en las exportaciones, y el gobierno alemán ha declarado que lo mismo ocurrirá con cualquier recuperación de sus males presentes. Si Japón se recupera -y cuando lo haga- de sus actuales problemas económicos, las exportaciones se incrementarán a un ritmo superior al del consumo interno, la inversión y el gasto gubernamental. Por último, todas las llamadas nuevas economías industrializadas están orientadas a la exportación.
Estos hechos sugieren que en un período en el que un Estados Unidos consumista no puede absorber los excedentes de bienes del mundo, será necesaria una gestión macroeconómica global de tipo keynesiano para evitar una deflación y una recesión general.
De hecho, existe una especie de macro-gestión, a cargo de los directores de bancos centrales y de los ministros de finanzas del G7, el Fondo Monetario Internacional y el Banco para Ajustes Internacionales. Este estado capitalista cuasiglobal, sin embargo, está en manos del gran capital en general, y del capital financiero en particular. De aquí que, con la excepción de los intentos del G7 de disminuir las tasas de interés y estimular la demanda en países con excedentes de exportación (especialmente Japón), el estado global sigue una política anti-keynesiana, que obliga a capitales individuales y a países enteros a recortar costos e incrementar la eficiencia, y a disminuir el gasto gubernamental, respectivamente, sin dedicar reflexión alguna a los efectos de esta política en la sobreproducción de capital a escala global -del tipo identificado por Marx hace mucho tiempo ya, por no hablar de los peligros de guerras comerciales, formas creativas de trasladar a otros los costos de la ayuda exterior, creciente deterioro social, bloques regionales de comercio y desastre ecológico. Dicho de otra manera, no existe un Parlamento Global que apruebe leyes de salario mínimo y legislación protectora, ni Ministerios Mundiales de Trabajo, Bienestar Social y Ambiente, ni poder legítimo alguno que difunda el saber económico keynesiano a escala internacional.
En cambio, en los Estados Unidos por ejemplo, el ex-presidente George Bush dijo que este país se convertirá en una “superpotencia exportadora”, y los asesores económicos del presidente Clinton aconsejan una política de exportaciones “cada vez más agresiva”.
Las perspectivas de una regulación global, organizada en un verdadero espíritu de cooperación, resultan hoy tan pobres como las de una regulación nacional ante las crisis de sobreproducción de la década de 1890: esto es, equivalen a cero.
En aquellos días, las políticas nacionalistas de dumping, monopolio y colonialismo contribuyeron a generar dos guerras de rivalidad imperialista, y la Gran Depresión.
Superficialmente, hoy podría haber dos factores mitigantes. Uno, que Europa es una entidad económica: Francia, por ejemplo, se une a Alemania en vez de combatir con ella en el plano económico. El otro consiste en que el capital ya no tiene un mero alcance nacional, sino cada vez más global, lo que teóricamente lo hace más dispuesto a la regulación global. Sin embargo, hasta ahora el G7 ha hecho un mal trabajo (que empeora año tras año) de regulación macroeconómica, y tanto el capital financiero global como la clase rentista que vive de los intereses del enorme montón de deuda acumulada en las décadas de 1970 y
1980 tienen el poder necesario para evitar que los gobiernos intenten la reflación de sus economías.
Crisis de costos: las condiciones de producción.
Si bien este tipo de pensamiento económico sigue siendo válido en nuestros días, es -y siempre ha sido- unilateral y limitado. Esto se debe a que tal pensamiento presupone un abastecimiento ilimitado de lo que Marx llamó “condiciones de producción”. Este modelo tradicional da por supuesto que el capitalismo puede evitar cuellos de botella potenciales por el “lado de la demanda”, que el crecimiento está restringido únicamente por la demanda.
Sin embargo, si los costos del trabajo, los recursos naturales, la infraestructura y el espacio se incrementan de manera significativa, el capital enfrenta la posibilidad de una “segunda contradicción”, una crisis económica que surge del lado de los costos. Este es el caso, por ejemplo, de la “crisis del algodón” inglesa durante la Guerra Civil norteamericana, del aumento de los salarios por encima del incremento de la productividad en la década de 1960, y de los “choques petroleros” de la década de 1970. Aquí, sin embargo, nos preocupan fenómenos mucho más estructura dos o genéricos de lo que podrían sugerir estos ejemplos aislados.
Las crisis de costos se originan de dos maneras. La primera ocurre cuando capitales individuales defienden o recuperan ganancias mediante estrategias que degradan las condiciones materiales y sociales de su propia producción, o que no logran mantenerlas a lo largo del tiempo. Este es el caso, por ejemplo, del descuido de las condiciones de trabajo (lo que termina por producir un incremento en los costos sanitarios), de la degradación de los suelos (que acarrea un descenso en la productividad de la tierra), o de desatender las infraestructuras urbanas en proceso de deterioro (aumentando así los costos derivados de la congestión y de la vigilancia policial), por mencionar tres ejemplos.
La segunda manera se presenta cuando los movimientos sociales exigen que el capital aporte más a la preservación y a la restauración de estas condiciones de vida, cuando demandan mejor atención de salud, protestan contra el deterioro de los suelos, y defienden los vecindarios urbanos de formas que incrementan los costos del capital o reducen su flexibilidad, para permanecer dentro de los mismos tres ejemplos. En este caso nos referimos a los efectos económicos, potencialmente negativos para los intereses del capital, derivados de los movimientos de trabajadores, del movimiento de mujeres, del movimiento ambientalista y de los movimientos urbanos. Este problema de “costos adicionales” -y la amenaza que plantean a la rentabilidad- obsesiona a los economistas y a los ideólogos del capital vinculados al pensamiento dominante. Sin embargo, los dirigentes de los movimientos laborales y sociales rara vez discuten este tema en público.
En el mundo real, ambos tipos de crisis de costos se combinan e interactúan de maneras contradictorias y complejas sobre las cuales nadie ha teorizado. Por ejemplo, desde un punto de vista cuantitativo, nadie sabe con exactitud en qué medida los costos de la congestión urbana son el resultado del culto al automóvil y del desdén por el transporte colectivo, ni en qué medida son el resultado de las luchas de las comunidades por mantener a las autopistas lejos de su vecindad.
Necesitamos un abordaje teórico más refinado al problema que Polanyi llamó “tierra y trabajo”. De manera inadvertida, Marx proporcionó un punto de partida para un abordaje así mediante su concepto de “condiciones de producción”6.
Como hemos visto, las condiciones de producción son cosas que no son producidas como mercancías de acuerdo con las leyes del mercado (ley del valor), pero son tratadas como si fueran mercancías. En otras palabras, se trata de “bienes ficticios” con “precios ficticios”.
De acuerdo a Marx, existen tres condiciones de producción: primero, la fuerza de trabajo humana, o lo que Marx llamó “las condiciones personales de producción”; segundo, el ambiente, o lo que Marx llamó “las condiciones naturales o externas de producción”; y por último, la infraestructura urbana (podemos agregar el “espacio”), o lo que Marx llamó “las condiciones generales, comunitarias, de producción”. El capitalismo sostenible requeriría que las tres condiciones estuvieran disponibles en el momento y en el lugar correctos, en las cantidades y con la calidad correctas, y con los precios ficticios correctos.
Como se ha señalado, la presencia de dificultades importantes en el abastecimiento de fuerza de trabajo, recursos naturales e infraestructura y espacio urbano plantea una amenaza a la viabilidad de unidades individuales de capital, e incluso a programas capitalistas enteros de carácter sectorial o nacional. De generalizarse, estas dificultades podrían llegar a amenazar la sostenibilidad del capitalismo al elevar los costos y afectar la flexibilidad del capital. De este modo, los “límites del crecimiento” no se presentan en primera instancia como el resultado de la escasez absoluta de fuerza de trabajo, materias primas, agua y aire limpios, espacio urbano y demás, sino como el resultado del alto costo de la fuerza de trabajo, los recursos, la infraestructura y el espacio. Esta amenaza inminente a la rentabilidad conduce al estado y al capital a intentar racionalizar los mercados de trabajo, de insumos, de combustible y de materias primas, así como a las normas de uso de la tierra urbana y rural, y al mercado de tierras, para reducir los costos de producción7.
Los obstáculos o la escasez que tienen origen del lado de la oferta plantean problemas especialmente difíciles a las empresas y a quienes formulan políticas en el capitalismo cuando la economía está débil, o cuando enfrenta una crisis de demanda o una competencia renovada por parte de otros países. El estancamiento o la caída de la rentabilidad obliga a los capitales individuales a intentar reducir el tiempo de retorno del capital, esto es, a acelerar la producción y reducir el tiempo necesario para vender sus productos.
Esta obsesión por hacer dinero con rapidez cada vez mayor para compensar la lentitud o la caída de ganancias se enfrenta, por ejemplo, a los mercados de trabajo organizados por los sindicatos, a los mercados de petróleo influenciados por la OPEP, y a la defensa tradicional de usos “ineficientes” del suelo y el agua por parte de la agricultura. Por un lado, el capital dinero busca más de sí mismo cada vez más rápido; por otro, aquello que Polanyi llamó “la sociedad”, y que nosotros podemos designar irónicamente como normas anticuadas de uso de la tierra y del trabajo, de la tierra y de los mercados de trabajo, combinado con la resistencia a la racionalización capitalista por parte de los movimientos sociales y de trabajadores, se constituye en obstáculos o “barreras a rebasar”. En última instancia, el capital debe enfrentar la indiferencia y la inercia social.
Una de las soluciones del capitalismo a este dilema, al menos en el corto plazo, es tan sencilla como económicamente destructiva. El capital dinero abandona “el circuito general del capital” -esto es, el largo y tedioso proceso de arrendar espacio para fábricas, comprar maquinaria y materias primas, alquilar tierra, localizar la fuerza de trabajo adecuada, organizar y llevar a cabo la producción, y poner en venta las mercancías- y encuentra la manera de involucrarse en aventuras especulativas de todo tipo. El capital dinero, basado en la expansión del crédito, o dinero que no puede encontrar medios de expresión en bienes y servicios verdaderos, salta por encima de la sociedad, por así decirlo, y busca expandirse
por la vía más fácil, a través de la compra de tierras, las bolsas de valores, los mercados de bonos y otros mercados financieros.
De aquí resulta la anomalía económica de nuestro tiempo: el valor de lo que se demanda en concepto de plusvalía o ganancias aumenta con una rapidez mucho mayor que el valor real del capital fijo y circulante. Esto tiende a empeorar una mala situación económica, en la medida en que da lugar a un endeudamiento creciente y al riesgo de una implosión financiera. También se promueve el deterioro de las condiciones de producción ecológicas y de otro tipo, que tienden a ser descuidadas en la medida en que el capital financiero asume la hegemonía sobre los intereses productivos.
En términos puramente funcionales, durante períodos más tempranos del desarrollo del capitalismo existía suficiente fuerza de trabajo precapitalista, riqueza natural inexplotada y espacio. Esto era cierto tanto en los hechos como en términos de la percepción de las primeras generaciones de burgueses. Los precios (ficticios) de la fuerza de trabajo, los recursos naturales y el espacio eran así mantenidos bajo control. Tampoco existían movimientos ambientalistas o movimientos urbanos que el capital no pudiera rebasar por sí mismo (con la ayuda del imperialismo y de la opresión estatal).
A lo largo del tiempo, el capital busca capitalizar a todo y a todos. En otros términos, todo encuentra cabida potencial en la contabilidad capitalista. Durante milenios, los seres humanos han venido “humanizando” la naturaleza, o creando una “segunda naturaleza”. Esto ha sido a menudo destructivo: deforestación y ciclos de inundaciones y sequías durante el sistema de plantaciones romano, las devastadoras consecuencias ecológicas de las Guerras Púnicas, y el agotamiento de los suelos y la escasez de agua en la civilización maya, constituyen ejemplos bien conocidos.
Sin embargo, en las formaciones sociales capitalistas esta segunda naturaleza es mercantilizada y valorizada al mismo tiempo en que está siendo degradada.
Desde el punto de vista de quienes desean que el capitalismo sea ecológicamente sostenible, es aquí cuando empieza a aparecer el problema. Los mercados de trabajo se tensan, y el Norte debe depender de trabajo importado del Sur, con todos los problemas y costos económicos y sociales del caso. Ejemplos de esto se encuentran en el costo económico de instalar nuevos inmigrantes que usan un lenguaje diferente, y en los costos sociales del resurgimiento del racismo. Las materias primas y los bienes comunales incontaminados se tornan escasos, elevando lo que Marx llamaba “costos de los elementos de capital”: tal es el caso, por ejemplo, del abastecimiento doméstico de petróleo y gas, árboles y madera, y agua limpia, en los Estados Unidos. Y, finalmente, la infraestructura y el espacio urbanos se tornan escasos, lo que eleva los costos de congestión, la renta del suelo y los costos derivados de la contaminación. Los Ángeles es un buen ejemplo; las ciudades de México y Taipei son ejemplos aún mejores.
En suma, la capitalización de las condiciones de producción en general, y de la naturaleza y el ambiente en particular, tienden a elevar el costo del capital y a reducir su flexibilidad. Como se ha señalado, existen dos razones principales para esto. Primero, una razón sistémica, que consiste en que los capitales individuales tienen pocos incentivos -o no tienen incentivos del todo- para utilizar las condiciones de producción de manera sostenible, sobre todo cuando se enfrentan a malos tiempos económicos creados por el propio capital. Segundo, y precisamente debido a esta primera razón, los movimientos de trabajadores, de ambientalistas y otros movimientos sociales desafían el control del capital sobre la fuerza de trabajo, el ambiente y lo urbano (y cada vez más también lo rural, sobre todo en el Sur). Los ejemplos en los Estados Unidos incluyen luchas regionales contra el
uso de sustancias tóxicas, por la salud y la seguridad ocupacional, y por el derecho a conocer; la acción directa para salvar ríos silvestres y bosques primarios, y los movimientos contra las autopistas y contra el desarrollo urbano.
Expresada de manera sencilla, la segunda contradicción plantea que los intentos de los capitales individuales por defender o restaurar sus ganancias recortando o externalizando sus costos producen, como un efecto no deseado, la reducción de la “productividad” de las condiciones de producción, lo cual a su vez eleva los costos promedio. Los costos pueden aumentar para los capitales individuales en cuestión, para otros capitales, o para el capital en su conjunto.
Así, por ejemplo, el uso de plaguicidas químicos en la agricultura disminuye inicialmente los costos para terminar incrementándolos en la medida en que las plagas desarrollan resistencia a tales productos, y en que el uso de los mismos mata la vida del suelo. En Suecia se suponía que la mono-producción forestal sostenida mantendría los costos bajos; sin embargo, resultó que la pérdida de biodiversidad a lo largo de los años ha reducido la productividad de los ecosistemas forestales y el tamaño de los árboles. En Estados Unidos, la energía nuclear ofreció la promesa de reducir los costos energéticos. Sin embargo, las deficiencias en el diseño, problemas financieros, medidas de seguridad, y sobre todo la oposición popular a la energía nuclear, han terminado por incrementar los costos. En lo que se refiere a las condiciones “comunitarias” de producción, las nuevas autopistas diseñadas para reducir los costos del transporte y de la movilización de los trabajadores tienden a elevar esos costos cuando atraen más tráfico y generan más congestión. Y, con relación a las condiciones “personales” de producción, es evidente que el sistema educativo norteamericano, que supuestamente debe incrementar la productividad del trabajo, produce tanta estupidez como aprendizaje, afectando a la vez la disciplina y la productividad.
Es importante resaltar que las condiciones de producción no son producidas de acuerdo con las leyes del mercado. Y la regulación del mercado sobre el acceso del capital a estas condiciones, cuando son producidas y si son producidas, es selectiva, parcial y a menudo deficiente. Por tanto, debe existir alguna agencia cuyo trabajo consista tanto en producir las condiciones de producción como en regular el acceso del capital a las mismas. En las sociedades capitalistas, esa agencia es el estado. Toda la actividad del estado, incluyendo virtualmente la actividad de todas sus agencias y todos sus rubros presupuestarios, está vinculada de uno u otro modo con la tarea de proveer al capital acceso a la fuerza de trabajo, a la naturaleza, o a la infraestructura y al espacio urbanos.
En los Estados Unidos, por ejemplo, están las burocracias laborales y educativas; el Departamento Nacional de Agricultura; el Servicio Nacional de Parques y otras agencias estatales similares; la Oficina Nacional de Tierras y la Oficina Nacional de Solicitudes; agencias de planificación urbana y autoridades de tráfico.
Las funciones específicamente relacionadas con las tres condiciones de producción se enuncian a continuación. Primero, con relación a la fuerza de trabajo, las reglamentaciones legales del trabajo infantil y las relativas a las horas y condiciones de trabajo, y a la seguridad en el trabajo. Segundo, en relación con el ambiente, las leyes que regulan el acceso a tierras federales, el desarrollo de áreas costeras, y la contaminación. Tercero, con respecto a la infraestructura y al espacio urbano, las leyes de zonificación, la planificación del tráfico y las regulaciones sobre el uso de tierras.
Resulta difícil encontrar una actividad estatal o presupuestaria que no esté vinculada de una u otra manera a una o más condiciones de producción. Esto incluye también las funciones monetarias y militares, que protegen y facilitan el acceso “legítimo” a recursos y mercados necesarios para empresas capitalistas mineras, bancarias, mercantiles y de otro tipo. La guerra de George Bush en el Golfo Pérsico es apenas el último y más dramático papel de las fuerzas armadas en las sociedades capitalistas; en el ámbito supranacional, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional son los ejemplos más obvios de funciones monetarias orientadas a la expansión capitalista.
El manejo de las crisis de costos
¿Cuál es la solución a estas crisis originadas del lado de los costos, tanto desde el punto de vista de los capitales individuales como del capital en su conjunto?
El peor caso ocurre cuando los capitales individuales, aprisionados entre costos crecientes y una demanda decreciente, recortan aún más los costos, intensificando a un tiempo la primera y la segunda contradicciones. Sin embargo, este resultado no es la única posibilidad. Como se ha señalado, en relación con el ambiente existen múltiples ejemplos de capitales individuales que dan respuesta al consumismo verde: por ejemplo, ante la demanda pública de reducción del desperdicio y promoción del reciclaje, se encuentran nuevos usos para los productos desechables. Otro caso es el de las empresas que mejoran su capital de equipamiento cuando se ven forzadas a reducir sus contaminantes, y otro más es el de las empresas que se especializan en limpieza ambiental.
La mejor solución para el capital en su conjunto (no para la sociedad, ni siquiera para la “naturaleza” -lo cual presupondría una lógica de reciprocidad, no la lógica capitalista del intercambio de valor-) consiste en reestructurar las condiciones de producción de manera que incrementen su “productividad”. Puesto que el estado produce o regula el acceso a estas condiciones, los procesos de reestructuración suelen ser organizados y/o regulados por el estado. Ejemplos de esto son la prohibición del ingreso de automóviles al centro de las ciudades, para disminuir los costos de congestión y contaminación; el subsidio al manejo integrado de plagas en la agricultura, para disminuir los costos de los alimentos y las materias primas; y el cambio de énfasis de la salud curativa a la preventiva –como en el caso de la lucha contra el SIDA en los Estados Unidos-, para disminuir los costos de la atención sanitaria.
Sin embargo, para obtener una solución verdadera sería necesario destinar enormes sumas de dinero a reestructurar la producción de manera que restauren o incrementen su “productividad” y logren así disminuir los costos del capital. La productividad de largo plazo se vería estimulada, pero a expensas de las ganancias a corto plazo. Nuevas industrias producirían bienes ambientalmente amistosos, transporte urbano y sistemas educacionales que -como los ejemplos antes mencionados- disminuirían efectivamente los costos del capital y de la canasta de consumo, además de la renta del suelo; al mismo tiempo, el nivel de demanda agregada se vería incrementado, atacando la primera contradicción por vías potencialmente no inflacionarias. Por contraste, si los nuevos sistemas de gestión forestal, el gasto en control de la contaminación, la planificación urbana y demás no tienen efecto sobre los costos, el resultado será un incremento en la demanda efectiva y en la inflación, o una reducción de las ganancias.
Hasta aquí acerca de la idea de sostener al capitalismo; la práctica es otro asunto. En los estados liberales democráticos, la lógica política normal del pluralismo y el compromiso previene el desarrollo de la planificación ambiental, urbana y social integrada. La lógica de la administración estatal o burocrática es antidemocrática y carece por tanto de sensibilidad hacia lo ambiental como hacia otros temas planteados desde abajo. Y la lógica del capital en auto-expansión es anti-ecológica, anti-urbana y antisocial. La combinación de las tres lógicas resulta contradictoria en lo que hace al desarrollo de soluciones políticas a la crisis de las condiciones de producción. De aquí que las posibilidades de una “solución capitalista” a la segunda contradicción sean remotas.
Dicho de otra manera, en ningún país capitalista desarrollado existe una agencia estatal o mecanismo de planificación de tipo corporativo que se ocupe del planeamiento ecológico, urbano y social integrado. La idea de un capitalismo ecológico, o de un capitalismo sostenible, no ha sido teorizada siquiera de manera coherente, por no hablar de que se haya visto plasmada en una infraestructura institucional.
¿Dónde está el estado que dispone de un plan ambiental racional? ¿De planeamiento interurbano e intra-urbano? ¿De planificación en materia de salud y educación vinculada orgánicamente al planeamiento ambiental y urbano? En ninguna parte. En cambio, existen aproximaciones parciales, fragmentos de planificación regional en el mejor de los casos, y asignación irracional de botines políticos en el peor.
Cada día, por tanto, nuevos encabezados anuncian otra crisis de atención sanitaria, otra crisis ambiental, otra crisis urbana. En muchas regiones, la imagen que tenemos es la de una fuerza de trabajo cada vez más inculta, muchos de cuyos integrantes carecen de vivienda debido a los bajos salarios y los altos alquileres, y viven atemorizados en una ciudad contaminada, inmovilizados por el hacinamiento, y sin poder obtener ni siquiera agua potable. Esta imagen quizás no encaje en Roma o Nueva York aún, pero se acerca a la realidad de la Ciudad de México y de Nueva Delhi, las cuales son parte del mundo capitalista en todo sentido.
Consecuencias ecológicas de una depresión económica general
Como quiera que se defina la sostenibilidad desde una perspectiva ecológica, una cosa parece evidente. Si el capitalismo no es sostenible en términos de las regulaciones macroeconómicas internacionales, habrá una crisis global, una deflación general de los valores del capital, y una depresión. Ante esta eventualidad, nadie sabe o puede saber cómo responderán los capitales individuales, los gobiernos y las agencias internacionales.
Puede ocurrir que grandes presiones económicas provenientes de la demanda (o de los costos, o de ambos a la vez), surgidas a consecuencia de la sobreproducción de capital (o de la subproducción, o de ambas) fuercen a los capitales individuales a tratar de restaurar las ganancias mediante una mayor externalización de sus costos, esto es, transfiriendo mayores costos al ambiente, la tierra y las comunidades, mientras los estados y las agencias internacionales observan impotentes.
De hecho, existe amplia evidencia en el sentido de que la lentitud en el crecimiento económico a partir de mediados de la década de 1970 ha dado lugar a una transferencia de costos del tipo descrito, en particular, por parte de las corporaciones transnacionales. También existe evidencia en el sentido de que en muchos casos esto ha resultado contraproducente, en cuanto la transferencia de costos por parte de un capital ha incrementado los costos de otros capitales. De igual modo, puede demostrarse que en muchos casos las luchas ambientales y la regulación ambiental han forzado a capitales individuales a internalizar costos que de otro modo hubieran recaído sobre el ambiente. Existe una suerte de guerra en marcha entre el capital y los movimientos ambientalistas -una guerra en la que estos movimientos podrían tener el efecto (intencional o no) de salvar al capital de sí mismo a la larga, al forzarlo a encarar los efectos negativos de corto plazo de la transferencia de costos.
Por otra parte, también existe la posibilidad -por improbable que sea- de que una verdadera depresión económica ofrezca la oportunidad de un programa general de restauración ambiental. En los Estados Unidos de la década de 1930, el New Deal creó las condiciones políticas para dos tipos de cambio ambiental. El primero consistió en los esfuerzos encaminados a restaurar los suelos degradados de las Grandes Praderas y las tierras ecológicamente deterioradas del Sur y el Oeste. En este sentido, la depresión fue un evento ecológicamente “adecuado”.
El segundo tipo de cambio ambiental consistió en los esfuerzos, aún mayores, realizados para iniciar o acelerar gigantescos proyectos de infraestructura, como las grandes presas y otras obras hidráulicas, así como grandes puentes y túneles, que resultaron indispensables para la urbanización en el Oeste y para la suburbanización en todo el país después de la Segunda Guerra Mundial. Sin estos proyectos, la suburbanización, el consumismo y la cultura del automóvil no podrían haber florecido en las décadas de 1950 y 1960. De manera muy importante, estos proyectos contribuyeron a crear la estructura contemporánea del consumo individual, que es ecológicamente inadecuada.
La próxima depresión podría empeorar mucho más las condiciones ecológicas; o podría ofrecer la oportunidad para vastas transformaciones en la estructura del consumo individual y social como, por ejemplo, a través del desarrollo de ciudades verdes, la integración de las ciudades con su entorno agrícola, transporte público que la gente desee utilizar, y demás. O ambas cosas, en distinto grado, en diferentes lugares.
Lo que finalmente ocurra, por supuesto, se verá decidido por el curso de la lucha política, la adaptación institucional y los tipos de innovación tecnológica.
Todo esto quiere decir que la destrucción ambiental, los movimientos ambientalistas y otros movimientos sociales relacionados con ellos, las políticas y presupuestos de gobierno, las políticas de los organismos internacionales y las condiciones económicas, se encuentran todos tan interrelacionados entre sí como las partes de cualquier ecosistema modelado por profesionales de la ecología. Cualquiera que intente reflexionar acerca de estas interrelaciones se encontrará con las mismas dificultades epistemológicas y metodológicas que enfrentan los ecólogos cuando intentan modelar el destino de alguna especie en particular, esto es, el problema del atomismo y el reduccionismo frente al holismo.
Peor aún: a diferencia de las águilas calvas y de los microorganismos, la gente tiende a organizarse políticamente en ocasiones. Por tanto, el análisis de los efectos ecológicos de una depresión general hecho a partir de una estricta aplicación de la teoría de sistemas tendría una utilidad discutible. En última instancia, todo depende del equilibrio de fuerzas políticas, de las visiones de aquellos que desean transformar nuestras relaciones con la naturaleza y, por tanto, de las relaciones materiales que mantenemos unos con otros -en breve, de los objetivos políticos del movimiento ambientalista, de los trabajadores, de las mujeres, y de otros movimientos sociales. La pregunta “¿Es posible el capitalismo sostenible?” constituye así, tanto en primera como en última instancia, un problema político.
Las condiciones en el Sur
La crisis de las condiciones de producción es especialmente severa en el Sur: de allí el origen del discurso sobre el “desarrollo sostenible” que se ha convertido en un campo de lucha ideológica y política de creciente importancia. Como se ha visto, prácticamente todo el mundo utiliza esa expresión con intenciones y significados diferentes.
Para los ambientalistas y los ecólogos, la “sostenibilidad” consiste en el uso de recursos renovables únicamente, así como de bajos niveles o ausencia total de contaminación. De hecho, el Sur podría estar más cerca que el Norte de una “sostenibilidad” así entendida, pero el Norte posee mayores recursos de capital y tecnología que el Sur para alcanzar ese objetivo.
El capital, por supuesto, utiliza el término para designar ganancias sostenidas, lo que presupone la planificación de largo plazo de la explotación y el uso de los recursos renovables y no renovables, y de los “bienes comunales globales”. Los ecólogos definen “sostenibilidad” en términos de la preservación de sistemas naturales, humedales, protección de las áreas silvestres, calidad del aire, y demás.
Sin embargo, estas definiciones tienen poco o nada que ver con la rentabilidad sostenible. De hecho, hay una correlación inversa entre la sostenibilidad ecológica y la rentabilidad de corto plazo. La “sostenibilidad” de la existencia rural y urbana, los mundos de los pueblos indígenas, las condiciones de vida de las mujeres, y la seguridad en los puestos de trabajo también están inversamente correlacionados con la rentabilidad a corto plazo -si es que la historia del siglo XX tiene algo que enseñarnos.
Con independencia del problema de si es deseable o no que el Sur siga la senda industrial y consumista del Norte, existe la posibilidad de que lo haga. En la India, Brasil y México (por mencionar tres casos) el capitalismo industrial se desarrolla a cuenta de una vasta pobreza y miseria, y de la erosión de la estabilidad ecológica, como quiera que ésta sea definida. Los países del Extremo Oriente lo están haciendo bien, en términos económicos, y algunos países del sudeste de Asia lo están haciendo aún mejor, en lo que se refiere al crecimiento del PBI. Sin embargo, estas regiones aún deben probar que pueden ser potencias industriales y pagar además buenos salarios, proporcionar condiciones decentes de trabajo,
políticas sociales progresivas y protección ambiental significativa.
La mayor parte del resto del Sur (incluyendo las colonias interiores del norte y del este de Asia) constituye una zona de desastre económico, social y ecológico. Existen muchas barreras al desarrollo capitalista en el Sur, como por ejemplo mercados débiles debido a una enorme desigualdad en la distribución de la riqueza y el ingreso, la falta de una reforma agraria que favorezca a los pequeños y medianos agricultores, e inestabilidades en la oferta y en la demanda de materias primas. Además, existen problemas de endeudamientos y crisis de balanza de pagos, por no hablar de la conservación de bloques dominantes de intereses creados y de gobiernos inestables.
Estos problemas existen con independencia del estado de las condiciones ecológicas en particular, y de las condiciones de producción en general. No hace falta decir que esta situación genera una permanente inestabilidad social y política; nuevos patrones migratorios hacia el Norte; un incremento de los refugiados económicos y ecológicos y demás, todo lo cual termina por convertirse en problemas para el Norte.
Posibilidades políticas
La mayoría de las administraciones de centroderecha y derecha que han gobernado el mundo desde fines de la década de 1970 y principios de la de 1980, y a lo largo de la de 1990, son incapaces de dirigir el desarrollo capitalista de manera que mejoren las condiciones de vida y trabajo, las ciudades o el ambiente.
Estos gobiernos están demasiado comprometidos con la tarea de expandir el “libre mercado” y la división internacional del trabajo; desregular y privatizar la industria; imponer “ajustes” económicos en el Sur y “terapias de choque” en los antiguos países socialistas, marginando de este modo a la mitad de la población de algunos países del Tercer Mundo, y pretendiendo que el “mercado” y el neoliberalismo en general resolverán la creciente crisis económica. En general, las cosas empeorarán antes de que mejoren, sobre todo en el Sur.
Entretanto, se ha producido un crecimiento de diversos movimientos “verdes” y “rojiverdes” en diversos países. Algunas centrales sindicales en determinados países están planteando problemas ambientales con mayor seriedad. Por otra parte, los movimientos ambientalistas plantean hoy temas políticos y sociales que hace cinco o diez años ignoraban o subestimaban. En una multiplicidad de formas, el movimiento de los trabajadores y las feministas, los movimientos urbanos, los movimientos ambientalistas y los de minorías oprimidas se han organizado en torno a los grandes problemas de las condiciones de vida.
Si bien las perspectivas de un capitalismo sostenible son precarias, podría haber motivos de esperanza para algún tipo de socialismo ecológico -una sociedad que preste verdadera atención a la ecología y a las necesidades de los seres humanos en su vida cotidiana, así como a temas feministas, a la lucha contra el racismo y los problemas generales de la justicia social y la equidad. Globalmente, es en torno a estos temas que existe movimiento y organización, agitación y acción, lo cual puede ser explicado en términos de las contradicciones del capitalismo y de la naturaleza del estado capitalista antes discutidas.
Políticamente, esto quiere decir que, más temprano que tarde, el movimiento de los trabajadores, el feminismo, el ambientalismo, el movimiento urbano y otros movimientos sociales necesitarán combinarse en una sola y poderosa fuerza democrática -una fuerza que sea políticamente viable y capaz, también, de reformar la economía, la política y la sociedad8. Por separado, los movimientos sociales son relativamente impotentes ante la fuerza totalizadora del capital global.
Esto sugiere la necesidad de tres estrategias generales relacionadas entre sí.
La primera consiste en el desarrollo consciente de una esfera pública común, un espacio político, una suerte de poder dual, en el que las organizaciones de las minorías, de los trabajadores, de las mujeres, de los movimientos urbanos y de los ambientalistas puedan trabajar económica y políticamente. Aquí podrían desarrollarse no ya las alianzas tácticas temporales entre movimientos y dirigentes de movimientos que tenemos hoy, sino alianzas estratégicas, incluyendo alianzas electorales. Una sociedad civil fuerte, que se defina a sí misma en términos de sus “bienes comunales”, su solidaridad y sus luchas contra el capital y el estado, así como de impulsos y formas democráticas al interior de alianzas y coaliciones de movimientos organizados -y dentro de cada organización- es el primer prerrequisito de una sociedad y una naturaleza sostenibles.
El segundo prerrequisito consiste en el desarrollo consciente de alternativas económicas y ecológicas dentro de esta esfera pública, o estos “nuevos bienes comunales” -alternativas como ciudades verdes, producción que no contamine, formas biológicamente diversificadas de silvicultura y agricultura y demás, cuyos detalles técnicos son cada vez más y mejor conocidos hoy. El tercero consiste en organizar luchas para democratizar los centros de trabajo y la administración del estado, de modo que se puedan situar dentro del cascarón de la democracia liberal contenidos sustantivos de tipo ecológico, progresivo. Esto presupone que los movimientos no sólo utilicen medios políticos para lograr objetivos económicos, sociales y ecológicos, sino además que coincidan en los objetivos políticos mismos, en especial en la democratización de algunos aparatos de estado, nacionales e internacionales, y en la eliminación de otros.
Estas ideas podrían parecer tan irreales como la de un capitalismo sostenible.
Quizás ése sea el caso. Sin embargo, debemos recordar que mientras las estructuras existentes del capital y del estado sólo parecen ser capaces de reformas ocasionales, los movimientos sociales crecen día a día en todo el mundo -de aquí que en algún momento exista la posibilidad de una crisis social y política generalizada, en la medida en que las demandas de estos movimientos chocan con las estructuras políticas y económicas existentes, orientadas hacia la ganancia. Al llegar ese momento, aparecerán toda clase de “formas sociales mórbidas”.
Algunos dirán que esto es precisamente lo que está ocurriendo en nuestros días -que los tejidos político y social se están desgarrando, y que el resurgimiento del racismo, el nativismo, la discriminación contra los trabajadores extranjeros, las represalias machistas y anti-ambientalistas, y otras actitudes y tendencias reaccionarias, se están transformando en peligros cada vez mayores. Otros vinculan el renacimiento del populismo de derecha y la reacción a giros derechistas en las principales corrientes políticas y económicas. Existen otros análisis de la actual situación política mundial -incluyendo el que afirma que el planeta asiste a una guerra de los ricos contra los pobres, una rebelión de los acomodados contra las demandas de los desposeídos, el estado de bienestar, las políticas económicas redistributivas, y demás por el estilo. Incluso, todo esto puede ser cierto.
Cualquiera sea el caso, desde el punto de vista de los progresistas, “verdes-rojos” o izquierdistas, y de las feministas, lo que menos necesitamos es faccionalismo, sectarismo, “líneas correctas” -en cambio, necesitamos examinar críticamente todas las fórmulas políticas desgastadas por el tiempo y desarrollar un espíritu ecuménico para “celebrar nuestros bienes comunales, viejos y nuevos, tanto como nuestras diferencias”.
Bibliografía
Goldsmith, Edward et al. 1991 The Imperialist Planet ( C a m b r i d g e ,
Massachusetts: MIT Press).
O’Connor, James 1998 “Is sustainable capitalism possible?”, en Natural Cau -
ses. Essays on ecological marxism (New Yok, London: The Guilford Press).
Polanyi, Karl (1944) La Gran Transformación (Nueva York: Farrar y Rinehart).
Notas
1 (Goldsmith, 1991: 94). La mayor parte de la madera en los Estados Unidos es producida en plantaciones industriales.
2 El trigo ha sido alterado genéticamente por la Universidad de la Florida y la Compañía Monsanto para incrementar los rendimientos. Para ello, se introdujo en el trigo un gen externo, que produce una enzima que hace a muchos herbicidas inofensivos para la planta. Todos los cultivos -maíz, arroz, soja y otros alimentos, incluyendo una papa que mata a su propio parásito, el escarabajo de la papa de Colorado, al emitir una proteína fatal para el insecto- ya han sido genéticamente alterados. Por supuesto, el gen introducido en el trigo es un secreto comercial (New York Times, 28/5/1992).
3 No se trata ya únicamente de que el capital se apropie de lo que se encuentra en la naturaleza, para descomponerlo y recombinar sus elementos en una mercancía, sino más bien de crear algo que antes no existía. Estoy consciente de que no existe una línea divisoria clara entre ambas cosas pero, aun así, existe
una diferencia cualitativa que se hace evidente al comparar los extremos.
4 Todas las teorías del crecimiento presuponen ciertas relaciones entre la economía “verdadera” y la del dinero, la producción física y los ingresos, y los incrementos en la inversión y el consumo de bienes, por un lado, y las ganancias y salarios, por el otro. Las desproporciones entre las tasas de inversión y consumo, y de ganancias y salarios, pueden ocasionar problemas económicos (“crisis de desproporcionalidad”). El principal tipo de crisis inherente al capitalismo, sin embargo, es la “crisis de realización”. Los marxistas perciben las
crisis como inherentes al capitalismo. Sin embargo, el sistema sólo es dependiente de las crisis en el sentido de que la crisis obliga a la reducción de costos, la “reestructuración”, los despidos masivos y otros cambios que hacen al sistema más “eficiente”, esto es, más rentable. Marx escribió que “el capital se acumula mediante las crisis”, indicando que las crisis constituyen oportunidades tanto para la liquidación de algunos capitales como para la aparición de nuevos capitales y la reorganización de viejos capitales; esto, sin mencio-
nar la difusión de tecnología nueva y más “eficiente” en el sistema (como la informática). Antes del desarrollo de la economía ecológica, el problema de definir con precisión qué es el crecimiento era generalmente desdeñado. Hoy, muchos economistas están dispuestos a admitir que el crecimiento no sólo incluye algún vector de producción (bienes, servicios, incremento de inventarios de bienes duraderos) sino, además, la generación de “desechos” y el incremento de los inventarios de desechos duraderos. Esto complica aún más un sistema de contabilidad de ingresos ya de por sí complejo y arbitrario.
5 “De la manera más sencilla” en parte debido a que, si bien existe una tendencia general que lleva a las tasas de ganancia de diferentes industrias a ser comparables en términos muy generales (a través del movimiento del capital desde los sectores de baja rentabilidad hacia los de rentabilidad elevada), las tasas de ganancia varían mucho entre una industria y otra, e incluso entre una y otra unidad de capital. Existen muchas razones para esto, entre las cuales (y cabe considerarla la más importante) está la de que los grandes capitales no sólo se apropian de ganancias mayores -definidas en términos absolutos o totales- que las que corresponden a los pequeños capitales, sino además a que los grandes “obtienen” una tasa de ganancia mayor que la de los pequeños. Esto se debe a que normalmente los capitales pequeños no pueden competir con los grandes, mientras los grandes sí pueden competir con los pequeños, y entre sí.
6 “Inadvertidamente”, porque Marx utilizó el concepto de “condiciones de producción” de maneras diferentes e inconsistentes; nunca soñó con que el concepto podría ser utilizado, o lo sería, como lo hago en este capítulo, y nadie podría haberlo utilizado así antes de que apareciera La Gran Transformación, de Karl Polanyi (1944).
7 Esta “racionalización” también incluye la “reprivatización”, definida como un giro del trabajo pagado al trabajo no pagado en el hogar y en la comunidad, o el renacimiento de las ideologías de “autoayuda” que descargan una parte mayor del peso de la reproducción de la fuerza de trabajo y de las condiciones urbanas y ambientales de vida sobre lo que Martin O’Connor llama “subsistencia autónoma”, siempre un soporte fundamental de la acumulación capitalista, que asume mayor importancia en períodos de crisis. El asunto conduce al problema, más amplio, de si el trabajo doméstico equivale a la explotación de las mujeres por los hombres, funciona como un subsidio al capital, etc., temas que fueron muy debatidos por feministas, marxistas y marxistas feministas en la década de 1970.
8 Nadie sabe ni puede saber en qué momento se desarrollará “una sola y poderosa fuerza democrática” o, incluso, si llegará a desarrollarse del todo. Será necesario ofrecer respuesta a preguntas muy difíciles, en la teoría y en la práctica. Por ejemplo, si el concepto mismo de tal “fuerza” se encuentra fatalmente arraigado en el terreno de la tradición modernista/humanista de la filosofía política occidental, una tradición “liberal” que ha sido en realidad poco tolerante con la “diferencia”, si bien permanece firmemente arraigada en lo que atañe a los derechos del individuo frente al estado. Algunos, como dijera Martin O’Connor, creen que es importante “en este momento del tiempo, esto es, a fines del siglo XX, explorar lo que significa contar con la coexistencia de muchas voces, a menudo discordantes, que coinciden en su repudio a la dominación del capital aunque difieren en muchas otras cosas. Este es un aspecto del realismo, de cosas que “probablemente empeorarán antes de que mejoren”. Personalmente, estoy de acuerdo, siempre y cuando se entienda que
podría no haber tiempo para atender a todas las tensiones, y escuchar a plenitud y mutuamente la pluralidad de las voces, las diferentes bases de conocimiento, etc. presentes entre y dentro de los movimientos sociales hoy existentes. La necesidad de la unidad contra el capital y por una sociedad ecológica, libre de explotación y socialmente justa podría ser demasiado grande, dada la configuración de fuerzas políticas del presente, para demorar el desarrollo de una estrategia política unificada realmente capaz de confrontar al capital global
y el cuasi-estado global en desarrollo (es decir, el FMI, el Banco Mundial).